Eccediciones

El sueño de Philémon produce monstruos

En un tebeo, se ve un joven alto con melena que viste un jersey azul a franjas blancas; va montado en un asno. En el bocadillo que sale de la boca —porque es un asno que habla— se puede leer: “El que quiere hacer el asno, hace el burro”.
Georges Perec


El 22 de julio de 1965, la editorial Dargaud lanzó al mercado el número 300 de la revista Pilote. Los directores de este popular semanario eran René Goscinny y Jean-Michel Charlier, que, además de soberbios guionistas, tenían un olfato muy agudo a la hora de contratar a los mejores creadores. Habían convertido la publica­ción en casa materna de personajes tan populares como Astérix, Obelix, Blueberry, Michel Tanguy, Valérian o Achille Talon. Pero aquel especial conmemorativo tuvo un extraordinario valor para los aficionados a la historieta. En su interior debutó una de las series más audaces e innovadoras de la revista: Philémon, obra maestra del gran Fred (1931-2013).

Fred fue una de las voces más singulares de su generación. Aficionado al dibujo desde la infancia y lector empedernido de literatura fantástica, descubrió los cómics gracias a Le Journal de Mickey y se apasionó por el medio leyendo las aventuras de Popeye y de Mandrake. Fue un autor versátil que cultivó con igual acierto la escri­tura de cuentos, la ilustración, el humor gráfico y el guion cinematográfico. Llegó, incluso, a componer la letra de alguna canción popular (Le fond de l’air est frais, interpretada por el cantante Jacques Dutronc en 1970). Pero los inicios de su carrera profesional lo presentan ligado al ejercicio del humor gráfico.

A principios de los sesenta, ejerció como director de arte del magazine satírico Hara- Kiri, ilustre predecesor de Charlie Hebdo y punta de lanza de una corriente de hu­mor absurdo, irreverente y libertario cuyos máximos exponentes figuraban, precisa­mente, en su nómina de colaboradores (como Reiser, Wolinski, Cabu o Topor). A mediados de los sesenta, Fred presentó a la revista Spirou el proyecto de una serie de historietas que, tras ser desestimado por el semanario belga, terminó en la redac­ción de Pilote. Allí, Goscinny hizo gala de su fino olfato editorial y acogió de buen grado la propuesta del postulante. De este modo, Philémon inició su andadura en aquel célebre semanario a razón de dos páginas por semana.

El primer episodio de Philémon se titulaba Le mystère de la clairière des trois hiboux y sentó las bases del resto de entregas de la serie. En sus páginas, las situaciones inverosímiles se sucedían con naturalidad, los personajes se metamorfoseaban con frecuencia, los animales se expresaban con voz propia, la acción se desplazaba con rapidez de un escenario a otro y, en fin, la imaginación se desbocaba con total li­bertad. Como en la literatura de Gabriel García Márquez, la llegada de un circo ambulante a un pacífico villorrio generaba un clima propicio a la presencia de mila­gros y maravillas. Esta atmósfera fantástica culminaba en la abolición de la realidad proyectando al lector hacia una especie de mundo paralelo, mitad sueño, mitad fantasía desencadenada.

Por su rápida sucesión de situaciones verosímiles e inverosímiles, Philémon recor­daba al juego de un niño, al espectáculo de un prestidigitador o a la función de títe­res de un farandulero. El argumento enraizaba en la rica tradición de Las mil y una noches. De esta célebre recopilación de cuentos, Fred extrajo el artificio de la banda de ladrones escondida en una cueva cuya entrada permanecía cerrada a cal y canto a menos que alguien pronunciara correctamente una contraseña mágica. Acorde al tono fantástico de la historia, la galería de personajes era memorable.

El protagonista era un adolescente llamado Philémon, ataviado siempre con unos vaqueros raídos y un jersey blanco a franjas azules (que, en virtud de una inversión caprichosa, se convirtió muy pronto en el jersey azul a rayas blancas que todos cono­cemos). El joven protagonista iba siempre acompañado de Anatole, un asno parlante que ejercía de contrapunto cómico (y que mostraba la afición de Fred al género de la fábula). El universo doméstico de Philémon se completaba con la presencia de un padre escéptico y un tío —Félicien— tan propenso a caer en las redes de lo fantás­tico como su sobrino.

En 1968, la serie quedó configurada definitivamente. Aquel año se publicó una aventura larga de Philémon titulada El naufragio de la "A" (primera entrega recogida en un álbum, por cierto). En ella quedaba establecido el marco geográfico que, a partir de entonces, iban a explorar tanto el autor como el protagonista. Al inicio de la historia, Philémon realizaba un hallazgo sorprendente: los mapas que representaban la superficie de la Tierra lo hacían de forma literal, hasta el punto de que el término “océano Atlántico” era un archipiélago cuyas islas tenían la forma de cada una de sus letras. A partir de ese momento, el universo de la serie creció de forma exponencial, convirtiéndose en legatario de un rico entramado de mundos fantásticos que tenía en Los viajes de Gulliver de Swift y en Alicia en el País de las Maravillas de Carroll dos de sus exponentes fundamentales.

Acorde con la vasta topografía imaginaria que estaba edificando, Fred desarrolló una arquitectura narrativa de gran originalidad y audacia, reventando poco a poco los corsés formales de la historieta francesa (especialmente, la retícula de cuatro tiras horizontales por página) y sustituyéndolos por composiciones imaginativas y sorprendentes que demolían con gozosa ingenuidad los cimientos del medio. Sus pá­ginas dinamitaban alegremente las convenciones de la historieta. El orden de lectura sufría constantes alteraciones al convertirse las “calles” —o gutters— que separaban unas viñetas de otras en muros de un edificio o en tapias que los personajes debían escalar trabajosamente para llegar a la siguiente viñeta. Aparte, Fred jugó con la escala de los personajes, haciéndolos crecer o menguar a voluntad. Dio la vuelta a las viñetas para que sus creaciones pudiesen cruzar a la página siguiente. Y, en fin, colmó su obra de puertas, túneles, corredores, pasajes, pasadizos, laberintos. En Philémon, todo es viaje. Un viaje iniciático, si me permiten la expresión. Pero no para el protagonista, sino para el lector.

Philémon es una figura inmutable. Sus viajes por el universo de las letras no causan en él ninguna alteración. Regresa de cada una de sus aventuras siendo el mismo muchacho ingenuo del principio, ni virtuoso sin tacha ni travieso sin medida. En este sentido, sus aventuras no se corresponden al relato canónico de una iniciación (donde el héroe, tras superar una serie de pruebas, abandona el estadio infantil y en­tra definitivamente en la edad adulta). Curiosamente, Philémon contiene todos los ingredientes de este género: las pruebas, los monstruos, los “auxiliares” que —como el tío Félicien o el señor Barthélémy— ayudan al héroe a superar los peligros que le salen al paso. Sin embargo, la invariabilidad de su carácter mantiene a Philémon a salvo del paso del tiempo. Nunca cambia, es siempre idéntico a sí mismo. En­tonces, ¿quién acusa las consecuencias de la iniciación? La respuesta es sencilla: el lector mismo.

Es el lector quien regresa transfigurado de la lectura de Philémon. En verdad, re­sulta difícil sustraerse a la sucesión de maravillas que pueblan sus páginas, al ritmo frenético de su peripecia, al hechizo de su galería inverosímil de personajes, a la su­cesión hipnótica de escenarios, al chispeante absurdo de sus diálogos. Y, sobre todo, a la filosofía dulce y afectuosa que destila toda la serie. Es ingenua, sí. Pero solo en el sentido etimológico de la palabra “ingenuo”. Es decir, aquel al que aludía el filó­sofo Fernando Savater en su ensayo La infancia recuperada. O sea, “nacido libre”.

En verdad, esta obra admirable puede ser leída como un canto a la libertad y como una reprobación de la obediencia, la uniformidad, el pensamiento único y hasta de la cordura misma (como demuestra la última historia de este volumen). En su interior, el sueño de la razón produce monstruos. Pero sus monstruos son criaturas entrañables, ya sean centauros, Manu-Manu o gatos de siete colas. Los agentes del orden, en cambio, son figuras siniestras, tristes o ridículas (como ese ángel que, en el álbum La mémémoire, recibe un cubo de agua en la cabeza al abrir las puertas del Paraíso). Sin embargo, Fred tiene el buen juicio de exponer sus ideas sin caer en el panfleto.

En Philémon, la tesis surge espontáneamente del desarrollo de una trama, sin im­ponerse previamente a ella. Por añadidura, Fred expone su ideario con una candidez casi infantil, ingenua y, sobre todo, genuina. Por eso la serie resulta un vehículo tan eficaz para la transmisión de ideas subversivas. Por eso sus lectores jamás tienen la sensación de estar asistiendo a un mitin, a un sermón o a la aburrida exposición de un credo libertario. Y por eso Philémon emparenta con otros dos grandes univer­sos imaginarios del mundo de la historieta: el de Little Nemo de Winsor McCay y, sobre todo, el de Krazy Kat de George Herriman. En estos dos títulos, como en la obra de Fred, la lectura deviene algo más que puro entretenimiento. Se trata de una experiencia poética de la que uno sale transfigurado, sintiéndose —según el conte­nido del episodio— alegre, triste, melancólico, ilusionado o, simplemente, humano.

Hasta ahora, los lectores españoles no disponían de una edición en castellano de este clásico de la historieta mundial (más allá de la publicación esporádica de al­gún episodio en la revista Gran Pulgarcito allá por 1969). Existía, sin embargo, una traducción al catalán en las páginas de la revista infantil Cavall Fort (donde la serie apareció por entregas bajo el título de Les aventures de Filalici en 1979). Hoy, ECC recopila toda la obra en una colección de tres volúmenes que nos invita a soñarnos más ingenuos, más afectuosos, más libres. Más monstruos, en suma.

Jorge García 

Artículo publicado en las páginas de Philémon Integral 01 (de 3)  ¡Ya disponible en vuestro punto de venta habitual! Os dejamos también con la previa de Philémon Integral 01 (de 3) 

Un vistazo a Philémon Integral 01 (de 3)