Eccediciones
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Batman: Nueve vidas

En 1986, me pidieron que moderase una mesa redonda sobre el cine negro en los cómics. Daban por sentado que yo era una especie de experto en la materia porque por aquel entonces me encargaba de Mister X, un cómic que presuntamente tenía sus orígenes en aquel género. “Pan comido”, pensé.

Por supuesto, el título tomaba muchos elementos visuales de ese estilo cinematográfico, aunque operábamos a un nivel básicamente cosmético en aquellos tiempos. Estaba claro que conocíamos el aspecto visual. Como estudiantes habíamos visto El Halcón Maltés y Casablanca y las parodias consiguientes que había hecho la contracultura (Nick Danger; Sueños de un seductor, etc.). No es que fuera una especie de alijo que pudiéramos saquear gráficamente sin que nadie se diera cuenta. Pero éramos jóvenes y engreídos. No necesitábamos mucho más. ¡Teníamos estilo!

Sabíamos que el noir no consistía simplemente en películas en blanco y negro, o en una iluminación espectacular, o en claroscuros o en cualquiera de esos trucos pretenciosos de escuela de Bellas Artes. Sin embargo, cuando los ponentes empezaron a referirse a un repertorio que iba mucho más allá de las películas que yo podía citar, me di cuenta de que mi farol estaba a punto de quedar al descubierto. Me prometí allí y entonces que, si salía de aquello con mi “nuevo traje del emperador” intacto, me aseguraría de que nunca volviera a ocurrirme algo así (gracias, Paul Power, por haber intervenido antes de que se diera el caso). Desde entonces, devoré cualquier cosa sobre el tema que pude, literatura y celuloide por igual.

Entonces, en 1995, Byron Preiss recurrió a mí para diseñar y editar una serie de adaptaciones al cómic de los relatos de Chandler sobre Philip Marlowe. Por supuesto, aproveché la oportunidad. La cuestión era: ¿sería capaz de sacarlo adelante? Afortunadamente, habíamos reunido a gente con tanto talento como para asegurar que aquello fuera prácticamente una certeza: Steranko, Rian Hughes, David Lloyd y otros.

Cuando estaba trabajando en la adaptación que hizo Michael Lark de La hermana pequeña (publicada por Simon & Schuster en 1997), me di cuenta de que había dado con mi alma gemela. No mucho antes habíamos tenido la oportunidad de colaborar y producir las dos miniseries de Terminal City para Vertigo.

Cuando terminamos con la historia retrofuturista de Cosmo Quinn, la mosca humana convertida en limpiador de ventanas, hablamos sobre la posibilidad de llevar a cabo otro proyecto —esta vez con Batman— y volver a nuestra historia de amor con el género negro.

Teníamos la oportunidad de hacer un cómic que tuviera de veras sus raíces en el género. Aquello significaba ser auténticamente melodramáticos, sin imposturas. Significaba que podía tratarse no de una lucha entre el bien y el mal, sino entre personas desesperadas. Significaba que mi guion debía basarse menos en las “trampas” pictóricas de lo que ya estaba acostumbrado. Significaba llevar a cabo una labor de investigación, algo que había aprendido a disfrutar mientras hacía The Prisoner. Imaginad que tenéis como deberes leer a Dashiell Hammett o ver Hampa dorada...

Bueno, lo hice lo mejor que pude. Y Michael sin duda también. Y me siento como si ambos hubiéramos cruzado una especie de frontera, al menos desde el punto de vista de un artesano.

Pero todo eso es ruido de fondo. Como dice el gran hombre: “Que las imágenes hablen por sí mismas...”.

Dean Motter
Se le vio por última vez en un almacén a las afueras de la ciudad

Artículo publicado originalmente como epílogo de Batman: Nueve vidas.