Eccediciones
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Un cierto aroma a nostalgia

A principios de los ochenta DC Comics adquirió los derechos de muchos de los principales personajes de la extinta editorial Charlton, la cual había gozado de cierta fama durante los años sesenta gracias, principalmente, al trabajo que en ella realizó Steve Ditko antes y después de su paso por Marvel. Allí diseñó y dio vida a varios personajes que gozaron de no poco éxito entre el público de la época, entre el que se encontraba Alan Moore, declarado admirador de estas historias de la Edad de Plata.

Al conocer que DC se había hecho con los derechos de muchas de las propiedades intelectuales de Charlton Comics, Moore solicitó al por entonces editor jefe de la casa, Dick Giordano, utilizar a varios de estos personajes en la historia que estaba preparando: una serie limitada de 12 números titulada Watchmen. Pese a su insistencia, el escritor de Northampton no obtuvo el permiso de la editorial, ya que el cómic que había ideado hipotecaba el futuro de muchos de sus protagonistas. Así que, en su lugar, Giordano invitó a Moore y al ilustrador de la serie, Dave Gibbons, a crear trasuntos de estos personajes que podrían utilizar con total libertad. Pero ¿por qué la insistencia del británico en estos personajes? Porque necesitaba impregnar a los protagonistas de su historia de la ingenuidad de la Silver Age, ya que uno de los leitmotiv de Watchmen sería la pérdida de la inocencia de toda una sociedad, la progresiva decadencia del ideal heroico que termina pervertido por la realidad.

Antes de Watchmen: Minutemen
nos traslada al origen mismo de ese ideal, a una época mucho más simple (pero no exenta de maldad) en la que un grupo de pioneros enmascarados creyeron ser capaces de marcar la diferencia. Darwyn Cooke acepta el reto de escarbar en el pasado que queda insinuado en la obra original de Moore, y de la mano de Hollis Mason, el Búho Nocturno original, nos presenta a los primeros Minutemen, camaradas de una ingenua epopeya que marcará su vida (y la de sus sucesores) de una manera que no son capaces de imaginar.

Darwyn Cooke hace suya la voz de su narrador interpuesto e imbuye al relato de un sentimiento de añoranza que suaviza incluso sus más ásperas aristas, pues como dice el propio Mason, “las partes oscuras quedan cada vez más lejos y ya solo puedo ver lo bueno”. A ello ayuda, sin duda, el estilo un tanto cartoon de Cooke a los lápices, que sirve para reforzar la amabilidad de un relato trenzado en torno a la memoria de un hombre que prefiere quedarse solo con los buenos momentos.

Pero no os dejéis llevar por las apariencias, pues el conocedor del destino de estos personajes, el que ya ha leído cómo la vida trunca sus propósitos, descubre en la lectura de Minutemen un dramatismo subyacente que no posee a simple vista. Bajo la máscara de nostalgia y buenos recuerdos se desliza un contrapunto cruel que desmiente cada uno de los momentos dorados que Mason se esfuerza por rememorar, un doble sentido que queda implícito en la mente del lector que conoce la obra original (esa viñeta en la que Mason sostiene su figurilla dorada quizá lo sintetice todo). Y de este modo tan sibilino, Darwyn Cooke se nos mete en el bolsillo, nos hace cómplices de un juego de sombras en el que, en apariencia, solo nos ofrece una buena historia construida con retazos de flashbacks, pero cuyo verdadero significado solo queda revelado si su lectura se realiza con el texto original de Moore en mente. Una gozada. Y vosotros pensabais perdéroslo.

David B. Gil