A estas alturas no tiene sentido decir que Neil Gaiman es un narrador virtuoso y probablemente un genio, o que toda la serie Sandman, que llega a su fin y termina en exaltada y trágica catástrofe en Las Benévolas, es uno de los acontecimientos más extraordinarios de la historia del cómic. Gaiman ha ganado más premios de ciencia ficción, fantasía y cómics de los recomendables para la salud de un ser humano –y uno de sus mayores logros es que, a pesar de tanto reconocimiento, sigue siendo un tipo encantador–, así que no necesita más salaams. Y en cuanto a su obra, no tienes más que abrir cualquier tomo de Sandman por cualquier página y, si eres capaz de leer, te costará respirar, y cuando recobres el aliento, comprenderás que estás allí donde debe transportarte el arte con mayúsculas: en presencia de lo sagrado.
Y “sagrado” no es una palabra que use a la ligera. Amiri Baraka, cuando aún era LeRoi Jones, escribió que el arte es cualquier cosa que te haga sentirte orgulloso de ser humano. Es una estupenda definición del arte, y también del impulso religioso, que a fin de cuentas es el mismo impulso artístico con diferente sombrero: el deseo de decir o ver algo que nos convenza de que contamos para algo, de que nuestras vidas breves y desordenadas tienen sentido, una meta, un vector definido, a pesar de su desorden y su brevedad. El arte no es el “orden a partir del caos”: eso es problema de Dios, quienquiera que sea él o ella. El arte es el sueño de poner orden en el caos, darle a la bola negra con una carambola a tres bandas, la piedra labrada con forma del dios Apolo, Charlie Parker improvisando sobre How High the Moon, o Fred Astaire, aunque se limite a pasearse por una habitación. O Las Benévolas. Tienes en las manos una de las mejores historias del último medio siglo en cualquier medio.
En un texto sobre Sandman, Peter Straub concluía: “Si esto no es literatura, nada lo es”. No podría estar más de acuerdo. (Ojalá Straub no se me hubiese adelantado.) En cuanto los críticos academicistas espabilen –trabajo con ellos, así que fiaos de mí, podría llegar el Segundo Advenimiento y estos tíos ni se enterarían– y se den cuenta de que no pasa nada por admirar un simple cómic, veréis un montón de disertaciones, libros y anotaciones sobre Sandman y los grandes guionistas de cómics –Alan Moore, Frank Miller, Will Eisner... la lista es larguísima– que fueron sus “precursores”. Con lo modesto que es, a Gaiman no le gustaría la comparación, pero ha hecho por el cómic lo que Duke Ellington hizo por el jazz en los años treinta: ha creado una obra de una magnificencia tan apabullante que hasta los esnobs más recalcitrantes y los que menos oído tienen se ven obligados a reconocerlo.
(...)
El último arco argumental, El velatorio (...) es una coda: una despedida elegante, solemne y melancólica a esa mezcla asombrosamente original que ha hecho Gaiman de mito, folclore, comedia, superación y confusión humanas. No podemos hablar de su complejidad, de sus tramas dentro de otras tramas, de su ingenio y sobre todo de ese rico e inagotable lenguaje plagado de referencias: no hay espacio suficiente.
Lo que sí podemos decir es que si esto no es literatura, nada lo es –citando al amigo Straub–. Es más, esta es la materia de la que está hecha la literatura: culta, compleja, directa, divertida, melancólica e irresistiblemente humanizadora.
Frank McConnell
Frank McConnell se licenció en Notre Dame y se doctoró en Yale el mismo año que se editó Sergeant Pepper. Dio clases en Cornell cuando las puertas eran grandes; en la Northwestern entre la caída de Nixon y el éxito de The Clash; en la UC Santa Barbara mientras Reagan garabateaba, Bush se despreocupaba y Clinton nos engañaba.
(También estuvo en Berlín Este un año antes de la caída del Muro, pero no se atribuye ningún mérito.) Ha escrito un montón de libros y ensayos y cuatro novelas policíacas, todas mejor escondidas que el testamento secreto de Elifaz (que, por cierto, no existe). Insiste en que no sabe qué pasó con el gato la noche de Halloween de 1985 y que no consigue quedar con Neil Gaiman para tomar una cerveza o un coñac antes de la hora de comer. De momento.

Y “sagrado” no es una palabra que use a la ligera. Amiri Baraka, cuando aún era LeRoi Jones, escribió que el arte es cualquier cosa que te haga sentirte orgulloso de ser humano. Es una estupenda definición del arte, y también del impulso religioso, que a fin de cuentas es el mismo impulso artístico con diferente sombrero: el deseo de decir o ver algo que nos convenza de que contamos para algo, de que nuestras vidas breves y desordenadas tienen sentido, una meta, un vector definido, a pesar de su desorden y su brevedad. El arte no es el “orden a partir del caos”: eso es problema de Dios, quienquiera que sea él o ella. El arte es el sueño de poner orden en el caos, darle a la bola negra con una carambola a tres bandas, la piedra labrada con forma del dios Apolo, Charlie Parker improvisando sobre How High the Moon, o Fred Astaire, aunque se limite a pasearse por una habitación. O Las Benévolas. Tienes en las manos una de las mejores historias del último medio siglo en cualquier medio.
En un texto sobre Sandman, Peter Straub concluía: “Si esto no es literatura, nada lo es”. No podría estar más de acuerdo. (Ojalá Straub no se me hubiese adelantado.) En cuanto los críticos academicistas espabilen –trabajo con ellos, así que fiaos de mí, podría llegar el Segundo Advenimiento y estos tíos ni se enterarían– y se den cuenta de que no pasa nada por admirar un simple cómic, veréis un montón de disertaciones, libros y anotaciones sobre Sandman y los grandes guionistas de cómics –Alan Moore, Frank Miller, Will Eisner... la lista es larguísima– que fueron sus “precursores”. Con lo modesto que es, a Gaiman no le gustaría la comparación, pero ha hecho por el cómic lo que Duke Ellington hizo por el jazz en los años treinta: ha creado una obra de una magnificencia tan apabullante que hasta los esnobs más recalcitrantes y los que menos oído tienen se ven obligados a reconocerlo.
(...)
El último arco argumental, El velatorio (...) es una coda: una despedida elegante, solemne y melancólica a esa mezcla asombrosamente original que ha hecho Gaiman de mito, folclore, comedia, superación y confusión humanas. No podemos hablar de su complejidad, de sus tramas dentro de otras tramas, de su ingenio y sobre todo de ese rico e inagotable lenguaje plagado de referencias: no hay espacio suficiente.
Lo que sí podemos decir es que si esto no es literatura, nada lo es –citando al amigo Straub–. Es más, esta es la materia de la que está hecha la literatura: culta, compleja, directa, divertida, melancólica e irresistiblemente humanizadora.
Frank McConnell
Frank McConnell se licenció en Notre Dame y se doctoró en Yale el mismo año que se editó Sergeant Pepper. Dio clases en Cornell cuando las puertas eran grandes; en la Northwestern entre la caída de Nixon y el éxito de The Clash; en la UC Santa Barbara mientras Reagan garabateaba, Bush se despreocupaba y Clinton nos engañaba.
(También estuvo en Berlín Este un año antes de la caída del Muro, pero no se atribuye ningún mérito.) Ha escrito un montón de libros y ensayos y cuatro novelas policíacas, todas mejor escondidas que el testamento secreto de Elifaz (que, por cierto, no existe). Insiste en que no sabe qué pasó con el gato la noche de Halloween de 1985 y que no consigue quedar con Neil Gaiman para tomar una cerveza o un coñac antes de la hora de comer. De momento.