HÉROE DEL PUEBLO, HOMBRE DEL MAÑANA
En septiembre de 2011, y tras 73 años ininterrumpidos respetando su numeración original, llegó el momento de que Action Comics luciera de nuevo un “1” en su portada.
Concesión comercial hasta entonces eludida por la cabecera más veterana del Hombre de Acero, tal vez como privilegio por ser pionera del género superheroico. Pero ante un movimiento editorial como el ideado por DC Comics, parecía imprescindible dejar a un lado sentimentalismos en beneficio de la homogeneidad necesaria para coordinar el nacimiento del Nuevo Universo DC. Génesis de una nueva era para este panteón de personajes en la que, haciendo honor a su apodo de Hombre del Mañana, Superman estaba llamado a jugar un papel inevitablemente protagonista. Los más puristas podrían pensar que con esta decisión se mancilla una tradición justificada en base a la importancia capital de aquella historia que, firmada por Jerry Siegel y Joe Shuster, se publicó en la primera entrega de Action Comics (1938). Pero si algo ha propiciado la elección del equipo creativo encargado de esta nueva etapa es la reivindicación del clasicismo a través de la evocación de las primeras apariciones del personaje. Un mérito achacable a Grant Morrison (Glasgow, Escocia; 1960), quien, además de atesorar una valiosa experiencia en el relanzamiento exitoso de títulos del calado de JLA, New X-Men o Batman, posee una habilidad innata para conjugar tradición y modernidad mediante la reinterpretación de conceptos clásicos. Un compendio de virtudes del que ya se vio beneficiado el Último Hijo de Krypton en la sobresaliente All Star Superman, donde – ayudado por Frank Quitely– demostró una profunda comprensión de su mitología. Para contextualizar los cambios apreciables en esta interpretación del personaje, Morrison echa mano de un recurso también empleado por Geoff Johns y Jim Lee en su Liga de la Justicia: retroceder unos cuantos años respecto al “tiempo real” del Nuevo Universo DC, para centrarse en los primeros días de actividad del Hombre de Acero. De esta forma, el arco argumental inaugural nos recuerda la descripción primigenia de Superman, escrita por Siegel hace más de siete décadas: “¡El campeón de los oprimidos, la maravilla que ha jurado dedicar su existencia a ayudar a quienes lo necesitan!”. Se recuperan así sensaciones perdidas, insuflando un nuevo –“viejo”, en realidad– espíritu al apolíneo héroe, preocupado por defender una noción de la justicia más social, más pegada a la realidad de la calle, que institucional. Un Hombre de Acero inexperto y burlón, tan desafiante –“Ya sabes, Metropolis. Si no tratas bien a la gente, te haré una visita.”– como proactivo, cuya vinculación con los ciudadanos de a pie comienza por su controvertido y simbólico uniforme: pantalones vaqueros, botas de trabajo, capa roja y una sencilla camiseta en la que luce la sempiterna “S” sobre el pecho.
A juzgar por las palabras del propio Morrison, este cambio de imagen y modus operandi está íntimamente relacionado con la pretensión de reflejar la situación socioeconómica contemporánea: “Creo que ahora mismo todos nos sentimos así: nadie tiene demasiada fe en sus líderes electos. Somos más cínicos y albergamos muchas más dudas acerca de la gente que está conduciendo nuestras vidas que cuando Superman era un boy scout”. En este sentido, la presencia de un nuevo héroe –aún clandestino, alejado de la figura pública en que se había convertido dentro de las fronteras del Viejo Universo DC– parece llamada a operar entre sus conciudadanos un efecto similar al que reivindica Morrison en su libro Supergods, donde glosa las bondades del superhéroe como concepto idóneo para “cambiar la idea acerca de uno mismo y de la cultura, pasando de la muerte y el pesimismo a la esperanza y las posibilidades”. Porque, en definitiva, esta versión de Metropolis se aleja de la idílica Ciudad del Mañana con la que estamos familiarizados, convirtiéndose en amalgama de una Gotham City “menos gótica y oscura” y “la Nueva York de principios de los años setenta”; una ciudad que si algo necesita es luz, esperanza y rebelión frente a la corrupción de los poderes fácticos que la gobiernan. Pero para adoptar a un ser superpoderoso como referente e inspiración, parecía imprescindible volver a mirar al pasado, de modo que la inexperiencia inicial –este Superman posee habilidades sobrehumanas, pero todavía no vuela– contribuye a humanizar al personaje, ahora “degradado”: de la deidad que conocimos, al campeón en ciernes protagonista de hazañas más físicas que, en su aprendizaje, se equivoca, sangra y se fatiga. En todo este proceso –la humanización del semidiós y la acentuación social de sus preocupaciones– resulta sumamente valiosa la aportación de Ralph “Rags” Morales (Manhattan, Nueva York, EE.UU.; 1966), aliviado por la posibilidad de hacer su trabajo “sin necesidad de tener en cuenta 70 años de trasfondo”. Comenta el dibujante que, ante el reto de crear su particular versión de Superman, se inspiró en la excelente serie animada ideada por Max Fleischer durante la década de los cuarenta, pero también se perciben rastros de la influencia ejercida por Will Eisner. No solo por las iniciales “W.E.” que en forma de grafiti se cuelan entre sus viñetas, sino también por la voluntad de prestar atención a cada rincón de la ciudad y, muy especialmente, a quienes la transitan: ciudadanos preocupados, ansiosos por encontrar un faro que les guíe en el desconcierto, retratados mediante un trazo que combina las dosis necesarias de expresividad, realismo y caricaturización.
Estos dos primeros números bastan para demostrar que Morrison y Morales han sabido emplear nombres y conceptos fuertemente arraigados en la tradición de Superman para, mediando los cambios oportunos, propiciar el equilibrio perfecto entre la sensación de familiaridad y la capacidad de sorpresa. Un punto de encuentro entre lo clásico y lo moderno, entre lo simbólico y lo evasivo, que recupera el “sentido de la maravilla” de los tebeos de antaño, aquellos que contagiaban la sensación de que, durante el tiempo que duraba la lectura, todo era posible.
David Fernández
En septiembre de 2011, y tras 73 años ininterrumpidos respetando su numeración original, llegó el momento de que Action Comics luciera de nuevo un “1” en su portada.
Concesión comercial hasta entonces eludida por la cabecera más veterana del Hombre de Acero, tal vez como privilegio por ser pionera del género superheroico. Pero ante un movimiento editorial como el ideado por DC Comics, parecía imprescindible dejar a un lado sentimentalismos en beneficio de la homogeneidad necesaria para coordinar el nacimiento del Nuevo Universo DC. Génesis de una nueva era para este panteón de personajes en la que, haciendo honor a su apodo de Hombre del Mañana, Superman estaba llamado a jugar un papel inevitablemente protagonista. Los más puristas podrían pensar que con esta decisión se mancilla una tradición justificada en base a la importancia capital de aquella historia que, firmada por Jerry Siegel y Joe Shuster, se publicó en la primera entrega de Action Comics (1938). Pero si algo ha propiciado la elección del equipo creativo encargado de esta nueva etapa es la reivindicación del clasicismo a través de la evocación de las primeras apariciones del personaje. Un mérito achacable a Grant Morrison (Glasgow, Escocia; 1960), quien, además de atesorar una valiosa experiencia en el relanzamiento exitoso de títulos del calado de JLA, New X-Men o Batman, posee una habilidad innata para conjugar tradición y modernidad mediante la reinterpretación de conceptos clásicos. Un compendio de virtudes del que ya se vio beneficiado el Último Hijo de Krypton en la sobresaliente All Star Superman, donde – ayudado por Frank Quitely– demostró una profunda comprensión de su mitología. Para contextualizar los cambios apreciables en esta interpretación del personaje, Morrison echa mano de un recurso también empleado por Geoff Johns y Jim Lee en su Liga de la Justicia: retroceder unos cuantos años respecto al “tiempo real” del Nuevo Universo DC, para centrarse en los primeros días de actividad del Hombre de Acero. De esta forma, el arco argumental inaugural nos recuerda la descripción primigenia de Superman, escrita por Siegel hace más de siete décadas: “¡El campeón de los oprimidos, la maravilla que ha jurado dedicar su existencia a ayudar a quienes lo necesitan!”. Se recuperan así sensaciones perdidas, insuflando un nuevo –“viejo”, en realidad– espíritu al apolíneo héroe, preocupado por defender una noción de la justicia más social, más pegada a la realidad de la calle, que institucional. Un Hombre de Acero inexperto y burlón, tan desafiante –“Ya sabes, Metropolis. Si no tratas bien a la gente, te haré una visita.”– como proactivo, cuya vinculación con los ciudadanos de a pie comienza por su controvertido y simbólico uniforme: pantalones vaqueros, botas de trabajo, capa roja y una sencilla camiseta en la que luce la sempiterna “S” sobre el pecho.
A juzgar por las palabras del propio Morrison, este cambio de imagen y modus operandi está íntimamente relacionado con la pretensión de reflejar la situación socioeconómica contemporánea: “Creo que ahora mismo todos nos sentimos así: nadie tiene demasiada fe en sus líderes electos. Somos más cínicos y albergamos muchas más dudas acerca de la gente que está conduciendo nuestras vidas que cuando Superman era un boy scout”. En este sentido, la presencia de un nuevo héroe –aún clandestino, alejado de la figura pública en que se había convertido dentro de las fronteras del Viejo Universo DC– parece llamada a operar entre sus conciudadanos un efecto similar al que reivindica Morrison en su libro Supergods, donde glosa las bondades del superhéroe como concepto idóneo para “cambiar la idea acerca de uno mismo y de la cultura, pasando de la muerte y el pesimismo a la esperanza y las posibilidades”. Porque, en definitiva, esta versión de Metropolis se aleja de la idílica Ciudad del Mañana con la que estamos familiarizados, convirtiéndose en amalgama de una Gotham City “menos gótica y oscura” y “la Nueva York de principios de los años setenta”; una ciudad que si algo necesita es luz, esperanza y rebelión frente a la corrupción de los poderes fácticos que la gobiernan. Pero para adoptar a un ser superpoderoso como referente e inspiración, parecía imprescindible volver a mirar al pasado, de modo que la inexperiencia inicial –este Superman posee habilidades sobrehumanas, pero todavía no vuela– contribuye a humanizar al personaje, ahora “degradado”: de la deidad que conocimos, al campeón en ciernes protagonista de hazañas más físicas que, en su aprendizaje, se equivoca, sangra y se fatiga. En todo este proceso –la humanización del semidiós y la acentuación social de sus preocupaciones– resulta sumamente valiosa la aportación de Ralph “Rags” Morales (Manhattan, Nueva York, EE.UU.; 1966), aliviado por la posibilidad de hacer su trabajo “sin necesidad de tener en cuenta 70 años de trasfondo”. Comenta el dibujante que, ante el reto de crear su particular versión de Superman, se inspiró en la excelente serie animada ideada por Max Fleischer durante la década de los cuarenta, pero también se perciben rastros de la influencia ejercida por Will Eisner. No solo por las iniciales “W.E.” que en forma de grafiti se cuelan entre sus viñetas, sino también por la voluntad de prestar atención a cada rincón de la ciudad y, muy especialmente, a quienes la transitan: ciudadanos preocupados, ansiosos por encontrar un faro que les guíe en el desconcierto, retratados mediante un trazo que combina las dosis necesarias de expresividad, realismo y caricaturización.
Estos dos primeros números bastan para demostrar que Morrison y Morales han sabido emplear nombres y conceptos fuertemente arraigados en la tradición de Superman para, mediando los cambios oportunos, propiciar el equilibrio perfecto entre la sensación de familiaridad y la capacidad de sorpresa. Un punto de encuentro entre lo clásico y lo moderno, entre lo simbólico y lo evasivo, que recupera el “sentido de la maravilla” de los tebeos de antaño, aquellos que contagiaban la sensación de que, durante el tiempo que duraba la lectura, todo era posible.
David Fernández