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Miedos americanos

Elegido en 1947 como senador republicano por Wisconsin, el tristemente célebre Joseph Raymond McCarthy desarrolló durante la década de 1950 una campaña en defensa de “los auténticos valores americanos” que consistía en la persecución implacable de todo aquel que no demostrase lealtad absoluta al gobierno estadounidense. En pleno clima de Guerra Fría, dadas las tensiones con el bloque soviético tras la conclusión de la Segunda Guerra Mundial, la peor acusación que podía caer sobre un ciudadano era la de pertenecer o simplemente simpatizar con el Partido Comunista. Esta cruzada anticomunista, conocida popularmente como “Caza de Brujas” (término que inspiró a Arthur Miller para escribir en 1952 su célebre pieza teatral Las brujas de Salem), tuvo una influencia nefasta en el ámbito de la industria cinematográfica al concretarse en las llamadas “listas negras”: una extensa relación de profesionales del séptimo arte sobre los que recaía la sospecha (fundada o no) de adscripción a la doctrina comunista. Con sus investigaciones y denuncias, que chocaban frontalmente con las libertades fundamentales recogidas en la Constitución, el Comité de Actividades Antiamericanas condenó al ostracismo a directores, actores y guionistas, muchos de los cuales se vieron obligados a abandonar Hollywood.

Este visceral miedo al comunismo coincidió durante los años cincuenta con un miedo más irracional todavía, arrastrado desde hacía siglos por gran parte de los estadounidenses. La población afroamericana vivía en un estado de constante desprecio social por parte de la mayoría anglosajona, y no sería hasta finales de 1955, con la irrupción pública de una figura tan emblemática en la lucha por los derechos civiles como el pastor Martin Luther King, que la situación de los negros en EE.UU. comenzaría su largo (y aún hoy inconcluso) proceso de integración. Paralelamente a King, que defendía una postura de desobediencia pacífica, la lucha por la emancipación de los afroestadounidenses encontraría otra vía de expresión en las agresivas enseñanzas del líder de la Nación del Islam Malcolm X (casualmente investigado por el FBI en 1953 tras haberse declarado comunista). Sin embargo, en los días previos a estas revoluciones sociales, la segregación era una realidad cotidiana y aparentemente inmutable.

Fiel a su compromiso con la historia estadounidense, el guionista Scott Snyder continúa explorando en el presente tomo de American Vampire estos reconocibles hitos en el devenir de la “tierra de las libertades”, relacionándolos directamente con las tramas particulares de sus personajes protagonistas. Así, el escritor recupera en Los nocturnos al lingüista y taxonomista Calvin Poole, miembro de los Vasallos del Lucero del Alba que luchó codo con codo junto a Henry Preston y Skinner Sweet en Taipan y se convirtió en el más reciente espécimen de Homo Abominum Americana (o vampiro americano) en las páginas del tercer volumen recopilatorio de la colección. En el caso concreto de Poole, los prejuicios raciales tienen una irónica doble vertiente: por un lado, se trata de un veterano afroamericano de la Segunda Guerra Mundial, un hombre que se jugó la vida (y la perdió, en cierto modo) por defender un país que ahora lo rechaza por el color de su piel; por el otro, de un miembro de un nuevo linaje de vampiros trabajando para una ancestral organización comprometida, precisamente, con la erradicación de los nosferatu. Snyder, aprovechando el amplio margen de maniobra que la temática vampírica otorga a la serie, presenta además una antigua y presuntamente extinta estirpe de no muertos que habrían dado pie a las leyendas de los licántropos y que se han establecido en la localidad de Midway, Alabama, para llevar a cabo una sangrienta limpieza étnica.

Del mismo modo, el escritor retoma en La lista negra las vivencias de Pearl Jones (ahora Preston) y la devuelve al lugar donde todo comenzó: Hollywood. El reencuentro con viejos ¿amigos? y enemigos permitirá a Snyder situar una vez más un complot vampírico tras los hechos históricos de un destacado episodio nacional, la mentada Caza de Brujas, siguiendo la que hasta ahora ha sido la tónica de la colección: allí donde la historia de EE.UU. se corrompe y se baña de sangre podemos rastrear la presencia de las razas de la noche.

No obstante, lejos de emplear la presencia de los vampiros como recurso para justificar los errores sociopolíticos de un país tan orgulloso de su memoria histórica como EE.UU., el guionista urde una metáfora plena de sentido en el universo ficticio establecido en American Vampire: los nosferatu representan la naturaleza del ser humano de un modo paroxístico. Las deficiencias morales, las ansias de dominación y los instintos predadores que convierten al vampiro en objeto de terror son nuestros propios atributos elevados a una fantástica (por irreal) enésima potencia. Del mismo modo en que el cineasta Don Siegel empleó la ciencia ficción para denunciar la paranoia anticomunista en 1956 con La invasión de los ladrones de cuerpos o el mentado Arthur Miller recurrió a un lejano episodio histórico para poner sobre la mesa las injusticias del macarthismo, en los 33 números de American Vampire (más una miniserie paralela, Selección natural) publicados hasta la fecha en nuestro país, Snyder no ha hecho otra cosa que denunciar nuestros propios pecados, sublimados, en una metáfora que emplea hábilmente un género teóricamente evasivo para hablar de la realidad: xenofobia, totalitarismo, capitalismo feroz y paranoia.

Pero también, abriendo una puerta a la esperanza, de un amor irremediablemente trágico que puede convertir a los monstruos en improbables héroes y heroínas. El vampiro de Snyder, fiel reflejo del ser humano, es capaz de albergar todavía los mejores sentimientos de los que es capaz esta contradictoria especie a la que pertenecemos.

Jero Piñeiro