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Melancolías de John Constantine

En 1995, Hellblazer atravesaba una coyuntura delicada. Garth Ennis había concluido su exitosa etapa al frente de la serie (recopilada por ECC en tres volúmenes bajo el lema Hellblazer: Garth Ennis) y los editores de la línea Vertigo se vieron en la obligación de buscarle un reemplazo. Tras cuatro episodios de transición eficazmente escritos por Eddie Campbell, le llegó el turno a un autor británico casi desconocido. Se llamaba Paul Jen­kins (1965) y, contra todo pronóstico, se mantuvo durante cuatro años como guionista titular de la serie estableciendo con el dibujante Sean Phillips (1965) uno de los equipos creativos más sólidos, atractivos y duraderos de la cabecera. Hoy, ECC reúne esta etapa en dos gruesos volúmenes bajo el título Hellblazer: Paul Jenkins.

Cuando irrumpió en Hellblazer, Jenkins ca­recía de experiencia previa como escritor. Hasta entonces, había centrado sus esfuerzos de forma casi exclusiva en el mundo de la edición. En 1988 empezó a trabajar como editor para el sello Mirage Studios, creado por Kevin Eastman y Peter Laird para explotar el éxito de las famosísimas Tortugas Ninja (precisamente, Jenkins debutó como guio­nista en las páginas de Teenage Mutant Ninja Turtles allá por 1992). Cuando los fundadores de Mirage se distanciaron, el futuro guionista de Captain America o de Spectacular Spider-Man siguió a Eastman hacia una nueva aventura editorial. Se trataba del sello Tundra, que durante su breve y agitada existencia publicó obras de la talla de Frank de Jim Woodring, el ensayo Entender el cómic de Scott McCloud o los primeros capítulos de From Hell, firmados por Alan Moore y Eddie Campbell. Tras el hundimiento de Tundra, Jenkins decidió consagrarse en cuerpo y alma a la escritura de guiones. Hellblazer fue su pri­mer encargo profesional, un reto al que respondió con humildad apoyándose desde el principio en el trazo maduro y versátil de Phillips.

El dibujante de Sleeper pertenecía a una es­pléndida generación de historietistas británicos que abordó el mercado estadounidense a princi­pios de los noventa. Durante los ochenta, Phillips se había curtido en publicaciones de la editorial Fleetway como Crisis o Judge Dredd Magazine. Allí desarrolló una estética original que se inspiraba en la obra de autores como Bill Sienkiewicz o Kent Williams, y que se distinguía por la aspereza del trazo, por los violentos contrastes de la ilumina­ción y por el predominio de la mancha sobre la lí­nea. Estas características hacían de él un dibujante idóneo para plasmar sobre el papel atmósferas in­tensas y desasosegantes. Por eso no es de extrañar que su primera incursión en la industria estadou­nidense de los cómics tuviera lugar en las páginas de Hellblazer (sobre guiones de Jamie Delano) en 1990. Con los años, Phillips regresó esporádica­mente a esta cabecera. En 1994, se instaló en ella como artista titular. Jenkins llegó a la colección un año más tarde.

Para el novel guionista, hacerse cargo de una serie con un legado literario tan definido comporta­ba el doble riesgo de defraudar las expectativas de los lectores tanto si se mantenía dentro de la senda trazada por otros creadores como si se aventuraba por un camino propio. Hellblazer era entonces un tí­tulo marcado por la impronta de dos autores: Jamie Delano y Garth Ennis. El primero había inaugura­do la cabecera explotando durante 40 entregas los traumas del protagonista en historias cargadas de significado. El segundo se había distinguido de su predecesor apostando durante otros 40 episodios por un humor grueso, sarcástico e irreverente en la línea del que cultivó poco después en Predicador. Jenkins asumió la herencia recibida desarrollando una vía intermedia entre el registro filosófico de De­lano y el desenfreno humorístico de Ennis. Respetó los modelos previos, pero —ayudado por Sean Phi­llips— supo imprimir un sello original a su versión del cínico ocultista.

Desde el principio, Jenkins siguió las pautas establecidas por Delano en las entregas inaugu­rales de la serie: radicó la acción en Gran Bretaña, reprodujo los temas y los ambientes del horror ac­tual, agrupó las historias en arcos argumentales de extensión y ejecución diversas, y empleó con profu­sión la voz interior del protagonista para aportar un contrapunto irónico a la trama. Sin embargo, Jenkins inyectó en John Constantine una dosis de melanco­lía que alejó al personaje del tortuoso desasosiego impuesto por Delano.

Al mismo tiempo, el John Constantine de Jenkins compartía con el de Ennis el desenfado, la sociabilidad y una inclinación invencible a pasar el tiempo bebiendo en los pubs. Pero las borracheras de esta nueva encarnación eran nostálgicas. En ellas, se brindaba por el pasado ignorando el presente o el porvenir. Con el nuevo guionista, la vida de Cons­tantine se quedó sin espacio para nuevos amores y nuevos amigos (aunque se revalidase alguna vieja amistad). La melancolía se instaló en su existencia disipando el clima festivo y espontáneo que había reinado a su alrededor mientras el guionista de Pre­dicador escribió sus hazañas.

El tono impuesto por Jenkins se percibía con especial claridad en los desenlaces con que solía rematar sus historias. En ellos mantenía un difícil equilibrio entre la amargura y una especie de dulzor sentimental. Es el caso de Los pecados del padre y En la línea de fuego, dos episodios donde el es­pléndido trazo de Phillips (coloreado con sutileza por Matt Hollingsworth y James Sinclair) evoca la tristeza sin caer en la tentación del desborde emocio­nal. ¿Cuál fue el resultado de este desfile de peque­ñas alegrías y desconsuelos? Que la melancolía se adueñase de John Constantine. Y que, entre 1995 y 1998, no hubiera exorcismo capaz de librarlo de ella.

Jorge García

Artículo publicado originalmente en las páginas de Hellblazer: Paul Jenkins núm. 01 (de 2) ¡Ya a la venta!