Eccediciones

Lucifer: Los asuntos del Diablo

Lo que tiene hacer negocios con el Diablo es que siempre hace trampas. Esa es la primera y única regla, y no hay forma de saltársela, por muy listo que seas.

El trato que hice fue que yo contaría su historia... o más bien la siguiente entrega de su historia, después de los capítulos contados en la Biblia, en Paraíso perdido de Milton, en El matrimonio de Cielo e Infierno de Blake y en Sandman de Neil Gaiman. Podría decirse que esa fue mi parte del trato.

La parte del Diablo fue que él haría lo que yo le dijera: ser un significante fijo en la historia que quería contar, y significar lo que yo quería que significara. Tenía una idea bastante buena, o eso pensaba en aquel momento, para una serie de historias en las que el Adversario se pondría a prueba y se convertiría en el altavoz de algunas ideas que resonaban en mi cabeza: ideas sobre la predestinación y el libre albedrío, la lucha de los niños para definirse frente sus padres, las fuerzas y limitaciones de la fe, y el papel de la religión en las vidas de los individuos y las sociedades.

Parecía infalible. Pero el Diablo hace trampas. 

Neil Gaiman me había dicho al principio, cuando yo estaba preparando la propuesta para el cómic de Lucifer –que incluía un resumen muy detallado de los tres primeros años de historias– que escribir un cómic mensual era una experiencia muy educativa. Me dijo que desde fuera no se podía apreciar el complejo batiburrillo de planificación, chiripa e improvisación total en que se convierte todo el proyecto. Recuerdo que le contesté que me costaba creer que hubiera algo en Sandman que no estuviera planeado desde el principio, porque muchos de sus finales están en sus inicios. Él me dijo que me sorprendería.

Y tenía razón, por supuesto. Al entrar en Lucifer, conocía la forma de la historia que quería contar y sabía cómo terminaría. La creación del cosmos de Lucifer, la abdicación de Yahvé y la segunda guerra en el Cielo estaban en mi cabeza, junto a mucha de la arquitectura argumental de las historias de La divina comedia y del arco Estrella del Alba. Y supe desde el momento en que se presentó a Elaine (en el número 4) dónde terminaría ella y en qué se tendría que convertir al final.

Pero, como predijo Neil, hubo cosas que ocurrieron porque sí. Las historias de centauros en los números 24, 41 y 70 solo se escribieron porque al principio del arco Paraíso, Peter Gross había dibujado un impactante centauro galopando a través de uno de los portales de Lucifer, y Chris Moeller había pintado otra figura igual de imponente en la portada del número 21. Yo empecé a meditar sobre esos personajes y sobre cómo sería una sociedad de centauros, lo que fue la génesis de Esa-Hane y su ilustre, pero desafortunado linaje.

Gaudium fue otra sorpresa total. En un principio, solo era un recurso argumental: alguien que cubriera el hueco entre Elaine y su padre, Miguel, y le contara tanto a ella como al lector las cosas que necesitaban saber. Pero una vez vi los bocetos iniciales de Peter y empecé a escribir la voz que acompañaba a ese rostro grotesco, me costó abandonarlo. Ese enano arrogante se apropió de tres números enteros y terminó presentándonos a toda su condenada (o no) familia. Se convirtió en nuestro equivalente del bufón shakesperiano, apareciendo en los momentos en los que aspirábamos a la gran tragedia, deshinchando las pretensiones de muchos miembros principales de nuestro reparto. Mi frase favorita de Gaudium es el comentario que hace después de identificar correctamente a Remiel como el antiguo gobernante del Infierno: “...Que últimamente es algo que cualquier pringado puede poner en su currículum”.

Y luego estaba el Diablo: el Diablo en persona.

El problema fue que, desde el principio, Lucifer no quería ser mi altavoz. Más que cualquier otro personaje que haya escrito jamás, él insistía en ir a su aire. Su orgullo susceptible y su integridad perversa siempre iban a ser fundamentos de su personalidad, pero las amistades que formó –quizás esa sea una palabra demasiado fuerte, pero las pocas veces en las que trató a otro ser vivo con algo parecido al respeto– ocurrieron pese a ir en contra de mis instintos. ¿Por qué debería ser cortés Lucifer con Duma después de reducir a pedazos patéticos a Remiel? ¿Por qué debería ofrecerle a su hermano Miguel una asociación que casi le reconocía explícitamente como a un igual? ¿Por qué debía permitir que Elaine y Mona desobedecieran su primer mandamiento y se convirtieran en diosas de hecho en un cosmos sin dioses? Ese suavizado de la línea dura satánica era algo que no estaba en mi plan inicial.

Como tampoco lo estaba la destrucción de las Mansiones del Silencio, que tal vez sea la cosa más despiadada que vemos hacer a Lucifer en las casi 2.000 páginas de la serie. Ese gesto casual, que va al grano en una compleja situación desintegrante y consigue su objetivo principal a costa de miles de millones de almas, es, en cierto modo, completamente característico de su naturaleza –un momento revelador y definitorio–, pero eso no significa que yo lo viera venir. Fue justo entonces, cuando lo traje de vuelta del borde de ese abismo en particular, cuando pareció que no había escapatoria de la lógica de la perspectiva luciferiana: si no te importaran las consecuencias excepto con relación a ti mismo, eso es lo que harías.

Pero no me quejo de nada de esto. De hecho, creo que tuve suerte de que mi protagonista resultara pertenecer a esa rara subespecie de personajes que, parafraseando de nuevo a Neil, tienen vidas propias fuera de las páginas y se mueven cuando no estás mirando. En esa época de mi carrera, que mi protagonista tuviera un sentido de la orientación tan certero suplió mis deficiencias como escritor. Nunca fui capaz de darle la vuelta a esa situación y llevar a Lucifer por el mal camino.

También he tenido suerte en otros aspectos. Tuve la suerte de acudir a Vertigo en ese momento en concreto y desde una dirección en concreto. Escribir Lucifer, primero como miniserie y luego como serie mensual, significó que pude trabajar con y aprender de dos de los talentos editoriales más formidables que haya conocido jamás: Alisa Kwitney y Shelly Bond. En muchos sentidos, nunca he mirado atrás. Esas dos damas me hicieron mirar mis historias desde ángulos que nunca habría encontrado por mi cuenta. Ahora conozco la industria lo suficiente (aunque entonces no era así) para darme cuenta de que eso no suele formar parte del trato.

Tuve la suerte de trabajar con los dibujantes con los que lo hice. De no haber sido por Lucifer, quizás nunca habría conocido a Peter Gross, Chris Moeller, Dean Ormston, Jon J. Muth, Duncan Fegredo, Michael W. Kaluta, Ryan Kelly y a otra docena de personas que dieron rostro y forma a mis ideas, además de aportar a la mezcla sus propios tonos y acentos incomparables. Imaginar Lucifer sin Peter es imaginar un cómic totalmente diferente, no solo en apariencia, sino también en sustancia: su influencia en la narración de Lucifer es penetrante y fundamental. Literalmente, no podría haber hecho esto, ni nada parecido, sin él. Y eso que no subió a bordo hasta el número 5, y es posible que no lo hubiera hecho si no se hubieran dado una serie de acontecimientos –Chris Weston y James Hodgkins abandonaron la serie– que en ese momento parecieron una catástrofe. Las casualidades adoptan extraños disfraces.

Tuve la suerte de encontrar un público que captó lo que estábamos haciendo y que nos acompañó durante todo el camino, aunque gran parte de él encontrara que Lucifer era una bestia muy diferente a la de Sandman y hablaba con una voz diferente (aunque empecé imitando a Neil; no fue hasta Nacida con los muertos, la primera aparición de Elaine, cuando me atreví a ir por mi cuenta). En los primeros tiempos, parecía un club bastante exclusivo. Muchos de los lectores habituales solían entrar en el foro de Vertigo, y ahí nos lo pasamos de miedo: no olvidaré los deberes del Instituto Estrella del Alba, los Cuentos de los Tés Perdidos o el Gran Teatro de la Cara Sonriente de Lucifer. Aún tengo en mi armario una camiseta en la que pone “Quae nocent saepe docent“ (algo así como “El dolor es un gran maestro”), un regalo del incondicional del foro Michael Troestl.

Y, finalmente, tuve la suerte de que Vertigo trabaje de la forma en que lo hace, permitiendo que los equipos creativos cuenten historias largas pero finitas que se construyen hacia un punto final específico y que se detienen cuando llegan allí. Lucifer no es mi personaje. No tengo nada que decir sobre cómo se usa más allá de los confines de la historia que
ya he escrito. Pero Shelly y Karen siempre me dejaron tomar mi propio rumbo y –algo crucial– elegir mi puerto de destino.

A lo largo de los siete años en los que escribí a Lucifer, mi vida cambió hasta ser irreconocible. Mi pacto faustiano me trajo riquezas y éxito terrenal, al menos según mi definición de esos términos: invita- ciones para escribir en otros títulos; dinero suficiente para dejar de dar clases y dedicar todo mi tiempo a escribir; y la oportunidad de adquirir habilidades profesionales que, en un principio, fingí que ya tenía.

Por supuesto, y dado que el Diablo siempre hace trampas, era casi inevitable que el precio por todo eso fuera a ser alto. Lo estoy pagando ahora, en forma de una especie de síndrome de abstinencia creativo. Nunca volveré a escribir otra historia de Lucifer: hemos llegado al fin de nuestra colaboración desigual, y él se va por su camino mientras yo me voy por el mío. Tras ocho años, cuesta mucho –iba a decir “soltar la pluma”, pero la mayor parte del tiempo no la he usado– hacer clic en “enviar” y alejarse del teclado. Cuesta y se hace raro.

Lucifer nunca se convirtió en mi altavoz, pero sí que es una voz en mi cabeza. Y creo que siempre lo será.

Mike Carey
Septiembre de 2006

Artículo publicado originalmente como introducción de Lucifer núm. 7.