No son pocos los que se han sorprendido con el trabajo de Darwyn Cooke y Amanda Conner en esta serie limitada. Mientras público y crítica esperaban un cómic más conservador y apegado a la obra de Alan Moore, los autores de Antes de Watchmen: Espectro de Seda se han descolgado con una historia vitalista y luminosa que hace gala de una personalidad muy marcada, para nada coincidente con el material de Moore y Gibbons.
Las aventuras de esta joven Laurie Juspeczyk suponen toda una novedad en fondo y forma, una apuesta que, si bien comporta una serie de riesgos, como el de defraudar a aquellos fans que esperaban encontrar más referencias al material original en estas páginas, también conlleva algunas ventajas, como la absoluta validez de la historia de forma independiente, sin necesidad de conocer el clásico de DC Comics para disfrutarla en profundidad, o la libertad creativa de la que gozan sus autores gracias a esta emancipación del texto de referencia.
A este respecto, Cooke ha demostrado ser un escritor bastante astuto: consciente de que Laurie era un personaje satélite en el guion de Alan Moore, al servicio de otras figuras más determinantes para la historia, como su propia madre (la Espectro de Seda original), el Dr. Manhattan o Dan Dreiberg, el autor canadiense dibuja aquí un escenario totalmente inesperado aprovechando este vacío en el trasfondo de su protagonista. De este modo, Cooke y Conner, cuyo estilo visual determina de forma considerable el tono de la historia, nos describen a una Laurie Juspeczyk alegre y extrovertida, feliz por romper con los asfixiantes lazos maternos y comenzar a vivir su propia vida en una San Francisco alternativa y contracultural que se preparaba para su peculiar Verano del Amor del 67, en pleno apogeo del movimiento hippy.
Porque el otro gran protagonista de esta historia es el singular momento histórico en el que se desarrolla, plasmado por los autores de forma vibrante y divertida, impregnando su relato de esa atmósfera despreocupada que respiraban los jóvenes americanos en los años sesenta. Cooke hace que la historia personal de Laurie corra paralela a la de esta juventud idealista, comprometida políticamente pero fatalmente ingenua, que terminó devorada por un sistema consumista y por las sombras de la inminente Guerra Fría. Un desenlace que el lector ya conoce de antemano, pues la primera imagen que conservamos de la protagonista de esta historia es tal como la descubrimos en Watchmen, convertida ya en una treinteañera desilusionada con el mundo y consigo misma.
En el guion de Darwyn Cooke subyace, por tanto, un mensaje más serio que el aparente. Su relato posee un pulso que entronca con el de la beat generation norteamericana, con aquellos escritores como Jack Kerouac que describieron, a través de novelas como En el camino, la hermosa libertad de esta generación de jóvenes condenados a naufragar contra el sistema, pero que a la postre dio lugar a algunas de las mentes más lúcidas e influyentes del último tercio del siglo XX. Bien es cierto que esta corriente literaria podía parecer fundamentalmente hedonista, pero bajo su exaltación del amor libre y del consumo de drogas, latía un mensaje de calado social y político que se fue acentuando con los años (principalmente a raíz de la dramática Guerra de Vietnam) y que terminó por calar en el movimiento hippy y en gran parte de la juventud norteamericana.
El guion de Cooke no es ajeno a esta crítica antisistema, que pre- visiblemente se acentuará según avance la historia, solo que aquí se reinterpreta en clave de cómic superheroico. No nos debe extrañar, por tanto, que el primer enemigo al que se enfrenta nuestra núbil Laurie sea una personificación del sistema capitalista, encarnado en la historia por el extravagante Gurustein, un maloso de nombre tan groovy como sus planes para inducir a los jóvenes al consumo desaforado. Este personaje es la prueba palpable de que Cooke no renuncia en ningún momento a la herencia sesentera de su historia, ni sucumbe a la posibilidad de tomársela demasiado en serio, por lo que se saca de la manga a un villano asalariado de la industria cultural, un personaje estrafalario presentado en una de las escenas más gamberras que se recuerdan en un cómic, con la insospechada aparición de artistas como Los Beatles o un Frank Sinatra más mafioso que nunca.
En las entrevistas relativas al proyecto, Darwyn Cooke ya señalaba que el clásico de Alan Moore le resultaba “demasiado oscuro y ominoso”, algo que atribuía a la época en que fue escrito (en plena Guerra Fría) y a la visión del mundo de su creador. De este modo, se permitía anticipar que su versión del universo Watchmen mantendría las constantes referencias históricas empleadas por Moore, pero sería más esperanzadora, tanto por deseo personal de su autor como por enmarcarse en una época menos deprimida de la historia americana, en pleno auge del “make love, not war” y de los movimientos de protesta social que trajeron cambios fundamentales al país. Este deseo de crear un relato más optimista explica que la historia de Cooke mantenga buena parte de la crítica al sistema propia de los autores iconoclastas de la época, pero que la reinterprete en clave de humor, convirtiendo al capi- talismo y sus secuaces en una parodia kitsch de los enemigos de James Bond o de los villanos aparecidos en películas como Help! (sí, aquella psicodelia protagonizada por Los Beatles), perversos pero difíciles de tomar en serio.
Tenemos entre manos, por tanto, unas páginas que se leen con una sonrisa en la boca, en gran medida gracias al soberbio trabajo de Amanda Conner, cuyo estilo luminoso y desenvuelto subraya el buen rollo que quiere transmitir el guion de Cooke. Pero es, al mismo tiempo, una obra compleja que va más allá de lo obvio, entrelazando de manera sutil su trama evidente, centrada en los primeros pasos como superheroína de una Laurie Juspeczyk ingenua y encantadora, con un mensaje antisistema que Cooke desliza a través del contexto histórico.
David B. Gil
Las aventuras de esta joven Laurie Juspeczyk suponen toda una novedad en fondo y forma, una apuesta que, si bien comporta una serie de riesgos, como el de defraudar a aquellos fans que esperaban encontrar más referencias al material original en estas páginas, también conlleva algunas ventajas, como la absoluta validez de la historia de forma independiente, sin necesidad de conocer el clásico de DC Comics para disfrutarla en profundidad, o la libertad creativa de la que gozan sus autores gracias a esta emancipación del texto de referencia.
A este respecto, Cooke ha demostrado ser un escritor bastante astuto: consciente de que Laurie era un personaje satélite en el guion de Alan Moore, al servicio de otras figuras más determinantes para la historia, como su propia madre (la Espectro de Seda original), el Dr. Manhattan o Dan Dreiberg, el autor canadiense dibuja aquí un escenario totalmente inesperado aprovechando este vacío en el trasfondo de su protagonista. De este modo, Cooke y Conner, cuyo estilo visual determina de forma considerable el tono de la historia, nos describen a una Laurie Juspeczyk alegre y extrovertida, feliz por romper con los asfixiantes lazos maternos y comenzar a vivir su propia vida en una San Francisco alternativa y contracultural que se preparaba para su peculiar Verano del Amor del 67, en pleno apogeo del movimiento hippy.
Porque el otro gran protagonista de esta historia es el singular momento histórico en el que se desarrolla, plasmado por los autores de forma vibrante y divertida, impregnando su relato de esa atmósfera despreocupada que respiraban los jóvenes americanos en los años sesenta. Cooke hace que la historia personal de Laurie corra paralela a la de esta juventud idealista, comprometida políticamente pero fatalmente ingenua, que terminó devorada por un sistema consumista y por las sombras de la inminente Guerra Fría. Un desenlace que el lector ya conoce de antemano, pues la primera imagen que conservamos de la protagonista de esta historia es tal como la descubrimos en Watchmen, convertida ya en una treinteañera desilusionada con el mundo y consigo misma.
En el guion de Darwyn Cooke subyace, por tanto, un mensaje más serio que el aparente. Su relato posee un pulso que entronca con el de la beat generation norteamericana, con aquellos escritores como Jack Kerouac que describieron, a través de novelas como En el camino, la hermosa libertad de esta generación de jóvenes condenados a naufragar contra el sistema, pero que a la postre dio lugar a algunas de las mentes más lúcidas e influyentes del último tercio del siglo XX. Bien es cierto que esta corriente literaria podía parecer fundamentalmente hedonista, pero bajo su exaltación del amor libre y del consumo de drogas, latía un mensaje de calado social y político que se fue acentuando con los años (principalmente a raíz de la dramática Guerra de Vietnam) y que terminó por calar en el movimiento hippy y en gran parte de la juventud norteamericana.
El guion de Cooke no es ajeno a esta crítica antisistema, que pre- visiblemente se acentuará según avance la historia, solo que aquí se reinterpreta en clave de cómic superheroico. No nos debe extrañar, por tanto, que el primer enemigo al que se enfrenta nuestra núbil Laurie sea una personificación del sistema capitalista, encarnado en la historia por el extravagante Gurustein, un maloso de nombre tan groovy como sus planes para inducir a los jóvenes al consumo desaforado. Este personaje es la prueba palpable de que Cooke no renuncia en ningún momento a la herencia sesentera de su historia, ni sucumbe a la posibilidad de tomársela demasiado en serio, por lo que se saca de la manga a un villano asalariado de la industria cultural, un personaje estrafalario presentado en una de las escenas más gamberras que se recuerdan en un cómic, con la insospechada aparición de artistas como Los Beatles o un Frank Sinatra más mafioso que nunca.
En las entrevistas relativas al proyecto, Darwyn Cooke ya señalaba que el clásico de Alan Moore le resultaba “demasiado oscuro y ominoso”, algo que atribuía a la época en que fue escrito (en plena Guerra Fría) y a la visión del mundo de su creador. De este modo, se permitía anticipar que su versión del universo Watchmen mantendría las constantes referencias históricas empleadas por Moore, pero sería más esperanzadora, tanto por deseo personal de su autor como por enmarcarse en una época menos deprimida de la historia americana, en pleno auge del “make love, not war” y de los movimientos de protesta social que trajeron cambios fundamentales al país. Este deseo de crear un relato más optimista explica que la historia de Cooke mantenga buena parte de la crítica al sistema propia de los autores iconoclastas de la época, pero que la reinterprete en clave de humor, convirtiendo al capi- talismo y sus secuaces en una parodia kitsch de los enemigos de James Bond o de los villanos aparecidos en películas como Help! (sí, aquella psicodelia protagonizada por Los Beatles), perversos pero difíciles de tomar en serio.
Tenemos entre manos, por tanto, unas páginas que se leen con una sonrisa en la boca, en gran medida gracias al soberbio trabajo de Amanda Conner, cuyo estilo luminoso y desenvuelto subraya el buen rollo que quiere transmitir el guion de Cooke. Pero es, al mismo tiempo, una obra compleja que va más allá de lo obvio, entrelazando de manera sutil su trama evidente, centrada en los primeros pasos como superheroína de una Laurie Juspeczyk ingenua y encantadora, con un mensaje antisistema que Cooke desliza a través del contexto histórico.
David B. Gil