Eccediciones
searchclose

Las tres caras del héroe

Durante sus primeros años de existencia Nippur de Lagash tuvo tres grandes definiciones gráficas: la de Lucho Olivera (Corrientes, 1943-2005), la de Sergio Mulko (Río Negro, 1946) y la de Ricardo Villagrán (Corrientes, 1938). Esta pluralidad de apariencias no restó coherencia a la fisonomía del protagonista (siempre un héroe de la cabeza a los pies) ni desconcertó a los lectores de la serie, que fueron los primeros en disfrutar del estilo que cada nuevo dibujante imprimía a las aventuras del héroe sumerio.

Sin duda, Lucho Olivera —en tanto que creador gráfico del personaje— sirvió de inspiración para todos los autores que se incorporaron con posterioridad a Nippur de Lagash. Debió de ser, eso sí, una herencia incómoda para sus sucesores por la estética personal y sombría del artista correntino. Cuando, en mayo de 1967, se publicó el primer episodio de la serie en la revista D’Artagnan, el creador de Gilgamesh era un autor novel que, con apenas 24 años, buscaba su hueco en el mercado argentino de la historieta. Poseía una sólida formación artística que había adquirido como estudiante en la facultad de Bellas Artes y en la Escuela Panamericana de Arte. También tenía tres años de profesión a sus espaldas desde que Hugo Pratt le diera la oportunidad de debutar como historietista en las páginas de Misterix (publicación donde el padre de Corto Maltés oficiaba como director de arte). Este doble bagaje formativo y profesional le permitió madurar un estilo propio caracterizado por la fuerza de los contraluces y por la violencia de los encuadres, que abundaban en perspectivas insólitas, en atrevidos escorzos y en planos contrapicados. Esa estética audaz se desarrolló en las páginas de Nippur de Lagash, que alcanzó un éxito fulminante y lo consagró como dibujante en el Olimpo de los cómics argentinos.

Lucho Olivera permaneció en la serie entre 1967 y 1972. En ese intervalo de tiempo creó las señas de identidad gráficas que, salvo el añadido de unas cuantas canas y de un parche en el ojo izquierdo, definieron a Nippur durante más de tres décadas. El rostro del personaje, con la barba negra recortada sobre una mandíbula cuadrada, recordaba el de los grandes actores que habían protagonizado las superproducciones cinematográficas ambientadas en el Imperio romano. Como Kirk Douglas, Charlton Heston o Victor Mature, el héroe de Lagash gozaba de una complexión hercúlea. Como ellos, irradiaba decisión, nobleza, coraje. Pero también una pesadumbre que el artista correntino acentuaba sumergiendo al sumerio en una luz de alto contraste que generaba sombras densas y pesadas en su rostro. Esta iluminación tan opresiva destacaba especialmente en relatos que abordaban los géneros terrorífico y fantástico. Los elementos sobrenaturales de historietas como “La bruja”, “Oráculo” o “La furia de los dioses” desataban su imaginación y le inducían a crear esos climas sofocantes y casi oníricos que distinguieron su obra desde entonces.

Pero, con ser esto importante, Lucho Olivera era más que un fabricante de fantasías y atrocidades. Ante todo, era un artista pleno. Como muchos autores de la época, acusaba el influjo de Alberto Breccia. La obra del maestro uruguayo —y especialmente Mort Cinder— había estimulado en el correntino un afán de búsqueda y de superación propio de los artistas inquietos. Muchas de las imágenes de Nippur de Lagash están poseídas por ese espíritu inventivo. En ellas, el dibujante correntino jugueteaba hábilmente con el collage, con la técnica del claroscuro, con las perspectivas más atrevidas y con los materiales de dibujo más insospechados (trapos, esponjas, hojillas de afeitar). De esa forma afirmaba la vocación inconformista y heterodoxa que se convirtió en atributo irrenunciable de su trabajo y que cristalizó más adelante en obras memorables como Gilgamesh (junto a Robin Wood) o Yo, Ciborg (con guiones de Alfredo Grassi).

En 1972, Lucho Olivera decidió abandonar el título que le dio la fama para irse a vivir a un kibutz en Israel. Naturalmente, los directivos de Columba ni siquiera se plantearon la posibilidad de interrumpir la serie mientras el artista correntino estuviera fuera. En el mundo de la historieta comercial, la ausencia de uno de los creadores no justifica la cancelación de un título mientras goce del favor del público. Resulta más rentable reemplazar al artista cesante por uno nuevo. En el caso de Nippur de Lagash, fue necesario contratar a más de uno.

Y es que el héroe sumerio formaba parte del puñado de personajes con los que Columba pretendía competir con las revistas del sello mexicano Novaro, que inundaban el mercado argentino a principios de los setenta. Emulando las publicaciones de su rival, la compañía argentina lanzó una línea de cuatro revistas que, bajo el título genérico de Colección todo color, estaban protagonizadas por las cuatro grandes estrellas de la compañía: Alamo Jim, Cabo Sabino, Dennis Martin y, naturalmente, Nippur de Lagash. Esto no significaba desplazar a esas criaturas de su domicilio habitual, sino duplicar sus aventuras, de modo que el héroe sumerio tuvo una doble presencia en el kiosco desde julio de 1972. De un lado, en las páginas de D’Artagnan. De otro, en las del nuevo mensuario Nippur de Lagash. Los artistas elegidos para reemplazar a Lucho Olivera en estos dos títulos fueron Sergio Mulko y Ricardo Villagrán, respectivamente. Que estos dibujantes estuvieran situados, casi, en polos opuestos del espectro gráfico y profesional fue solo un capricho del destino.

Como Lucho Olivera, Sergio Mulko participaba del espíritu inconformista de su época. Con apenas 20 años, había emigrado a la ciudad de Buenos Aires en busca de trabajo y, una vez allí, había irrumpido en la redacción de Editorial Columba con unas muestras a gran formato de su obra que impresionaron vivamente a los directivos de la empresa. Estos, apurados por la necesidad de llenar de contenido las voluminosas publicaciones que dirigían, se apresuraron a contratar los servicios del novel dibujante, que aprendió allí los fundamentos del oficio. En este sentido, puede considerarse su labor en Nippur de Lagash una parte de su obra de juventud. No obstante su inexperiencia, renovó la atmósfera de la serie inyectando en el título grandes dosis de humor y de frescura narrativa.

Cuando se hizo cargo de las aventuras del héroe de Lagash, Sergio Mulko reprimió sus aptitudes por mantener la estética impuesta por su antecesor. No pudo, en cambio, reprimir su inclinación a la caricatura y al humor, de modo que el sumerio adquirió en sus manos un semblante risueño y una apariencia de forzudo de feria que contrastaba con la versión previa, más sombría y estilizada, del personaje. Por lo demás, el trazo de Lucho Olivera se ajustaba como un guante a las inquietudes del rionegrino, proporcionándole la excusa perfecta para realizar sus propios experimentos gráficos y narrativos (que culminaron en el estupendo episodio El jinete del sol).

En las antípodas de Sergio Mulko, Ricardo Villagrán era un artista consagrado cuando empezó a dibujar los cuadernos mensuales de Nippur de Lagash. Admirador de Harold Foster y Alex Raymond, imprimió tal sello de clasicismo y elegancia a la serie que, para muchos lectores, su versión supuso la encarnación definitiva del personaje. Aunque carecía de la audacia expresiva de Lucho Olivera, la compensaba sobradamente con un riguroso academicismo patente en el minucioso acabado de las figuras y los fondos. Su estilo claro, meticuloso y atractivo (herencia de décadas de trabajo como dibujante publicitario) destacaba especialmente en aquellas viñetas a página completa que, a razón de tres o cuatro por episodio, hacían las delicias de los aficionados.

Y es que las historietas de Nippur de Lagash gozaban de mayor número de páginas que las de D’Artagnan. En esas planchas extra, Ricardo Villagrán dio rienda suelta a sus dotes de ilustrador. Gracias a un tramado minucioso con la plumilla, confirió a las estampas una belleza serena y melancólica acorde a la personalidad del protagonista. Hoy en día vale la pena detenerse a contemplar episodios como La risa de la muerte, Una codicia color de escombro o el memorable La sirena (cuya última viñeta, por el contraste entre la figura y el paisaje, recrea las fórmulas pictóricas del romanticismo). Por desgracia, los cuadernos de la Colección todo color dejaron de publicarse en 1974. No obstante, en el caso de Nippur, fueron reeditados con frecuencia gozando desde entonces de la consideración de clásico entre los seguidores del errante de Lagash.

Lucho Olivera, Ricardo Villagrán y, sobre todo, Sergio Mulko regresaron con frecuencia a las páginas de Nippur de Lagash. Pero, como es ley de vida, fueron reemplazados al cumplir su ciclo creativo por autores como Jorge Zaffino, Enrique Villagrán o Carlos Leopardi. Sin embargo, estos tres artistas — situados casi en vértices opuestos del espectro gráfico— contribuyeron mucho más que ningún otro a edificar la imagen del héroe sumerio. Un héroe tan humano, tan complejo, que incluso tuvo tres caras.

Jorge García