Eccediciones

La Cosa del Pantano de Alan Moore

“Caray, qué bonito. ¿Cuánto durará?”

Todo lo bueno termina.

A finales del verano de 1987, después de más de 40 entregas de fantasía, terror y ciencia ficción, la etapa de Alan Moore como guionista de La Cosa del Pantano tocó a su fin con el número 64.

Aunque los dibujantes con los que trabajó (servidor incluido) dejaron su impronta en el personaje y en la serie, no cabe duda de que Alan fue timón y piloto. Tras su marcha, Rick Veitch (que se había convertido en el dibujante habitual de la serie) tomó las riendas del guion y el dibujo de la serie mensual, y Alan siguió un rumbo propio en otras direcciones con otros personajes, otras series, otras novelas gráficas y otros medios, en muchos de los cuales tuvo un inmenso éxito. Pero La Cosa del Pantano siempre será el viaje inaugural de Alan para muchos lectores.

En los últimos episodios, recopilados en este volumen, hubo más cocineros en aquella cocina (vegetariana). Así, Alfredo Alcalá continuó en su puesto como entintador de Rick; John Totleben y yo participamos en el guion y el dibujo de un número; Rick sustituyó a Alan por primera vez haciendo lo propio en Longitud de onda (número 62); y para la última entrega, Tom Yeates, el artista original de la colección, volvió para echar una mano (más al respecto más adelante).

Que la saga terminase (que terminase de verdad con una conclusión deliberada y satisfactoria que, al mismo tiempo, sentó las bases de la etapa siguiente de Rick) es un homenaje a la dedicación de Alan y, sí, a su amor por los personajes. Te aseguro que la recta final fue difícil y, a menudo, poco feliz; no obstante, la meticulosa planificación de Moore dio sus frutos cuando Karen Berger, la editora (la guía, aunque a menudo se la obvie, que había tras el éxito de la serie), dirigió a todos los colaboradores hacia un final adecuado y suntuoso.

Pero antes, hubo un nuevo principio...

Como decía en la primera introducción del presente volumen, el estilo de Alan experimentó una verdadera transformación al pasar del terror a la ciencia ficción y la fantasía a partir del número 51 (En casa y a salvo), un cambio que quedaría más patente en Mi cielo azul, el 56, que reflejaba la voluntad de Alan de adaptarse a las aficiones y el rumbo de Rick Veitch, su compañero creativo.

En dicho texto también decía que a Rick le gustaban la ciencia ficción y la fantasía más que el terror, lo cual resultó fundamental para la trama que empezó con Mi cielo azul; no obstante, debo recalcar que, al mismo tiempo, Alan emprendía caminos nuevos y cruciales en su vida profesional y personal. No creo estar desvelando ningún secreto; al fin y al cabo, era notorio y público gracias a su trabajo en Marvelman/ Miracleman, Watchmen y otras colaboraciones que sacudieron las tierras múltiples.

Aunque los lectores de hoy en día solo conozcan Watchmen como novela gráfica, originalmente fue una serie limitada de 12 entregas cuyo último número tenía fecha de portada de octubre de 1987. Decir que Alan estaba saturado y agotado durante aquella época sería quedarse corto. Su colaboración con Dave Gibbons en Watchmen terminó al mismo tiempo que se ocupaba de otros trabajos, incluidos los episodios mensuales de La Cosa del Pantano que contiene este volumen. A principios de 1987, llevaba un peso inmenso sobre los hombros. La conclusión de Watchmen se retrasaba (el último número estaba previsto para abril de 1987), y la presión de las entregas y de estar a la altura de las expectativas levantadas por los primeros episodios resultaba imposible de cuantificar.

Fue con aquella presión que Alan escribió una etapa fresca de La Cosa del Pantano propia de la ciencia ficción y fuertemente arraigada en La Odisea, el poema épico de Homero. Si lees estas historias sin conocer el contexto, no serás capaz de detectar el estrés que sufría. El miedo que tenía a “haberlo contado todo”, más que anularlo, lo inspiró, y Alan tuvo el placer de colaborar con Veitch explorando los héroes y series de ciencia ficción de la Edad de Plata de DC (que ambos habían crecido leyendo) con la misma sensación maravillosa de aventura e inventiva que imprimía a todo lo que escribía. Juntos, exploraron la fantasía científica y el potencial mítico tanto de la Cosa del Pantano como del Universo DC con la misma perspicacia y energía que la saga Gótico americano había insuflado al género de terror.

Dicha fantasía científica floreció con Misterios en el espacio (número 57) y Exiliados (número 58). El heroico coprotagonista de aquellos números fue Adam Strange, uno de los favoritos de Veitch cuando era niño. El personaje se remonta a los primeros años de la Edad de Plata, ya que fue la versión de la Era Espacial que hizo el editor Julie Schwartz del debut triunfal de Flash en las páginas de Showcase. Strange debutó en el séptimo número de dicha revista (diciembre de 1958) con el subtítulo de Aventuras en otros mundos, una tentativa de la nueva dirección orientada a la ciencia ficción que Schwartz quería dar al título. Aunque en principio fuera un imitador de Flash Gordon y John Carter, aquel arquitecto terrícola viajaba al remoto planeta Rann con un concepto novedoso llamado Rayo Zeta, un rayo de luz teletransportadora que los científicos de Rann disparaban a la Tierra. La primera vez que alcanzó a Strange fue por pura casualidad, pero tras unas primeras aventuras y después de entablar un romance con Alanna, nativa de aquel mundo, el aventurero descubrió con amargura que el efecto del rayo “se pasaba” (típica “ciencia” de los cómics) y que, entonces, regresaba a la Tierra. El Rayo Zeta era un concepto tipo coitus interruptus cuyo efecto se pasaba cuando Adam y Alanna por fin podían estar juntos un momento. Cuando averiguó que podía calcular cuándo y dónde llegaría el rayo a la Tierra de nuevo, superó todos los obstáculos para asegurarse de que lo alcanzaba la misteriosa energía y volvía, aunque brevemente, a los brazos de su amante y a su heroica vida.

Las primeras cuatro páginas de Misterios en el espacio trasladaron a Adam a los años ochenta, cuando debía interceptar el Rayo Zeta en un establecimiento poco apropiado. Moore y Veitch dieron al personaje un ritmo revisionista y sacaron a la luz el trasfondo sexual y ciertos elementos fetichistas (como el traje de Strange o el de los thanagarianos). Además, nos mostraron el desprecio que la élite de Rann sentía por el “simio” de la Tierra, e hicieron que Adam afrontara una catástrofe planetaria que ni siquiera la habilidad de Gardner Fox (el guionista original del personaje durante la Edad de Plata) habría podido resolver: el agotamiento del suelo y la hambruna generalizada. Moore también reinventó a Strange como un Clint Eastwood intergaláctico, un “Harry el Sucio” violento cuyas tácticas directas contrastan con el detective racional que había sido en la década de los sesenta. La expresión de esa violencia interior (provocada, sin duda, por el hecho de que el maldito Rayo Zeta siempre interrumpiera la vida sexual que tenía en Rann) estaba en sintonía con el erotismo que impregnaba ambos capítulos.

Dicho erotismo, y la naturaleza de la relación entre los amantes, así como la distancia que separaba a estos, se nota mucho, y retoma los temas que Alan ya iniciara en En casa y a salvo, en el número 51. Las preguntas sobre la ética de las relaciones íntimas, las dudas que asaltan a los amantes que se separan a la fuerza y/o se ven obligados a estar juntos y la naturaleza duradera de un amor que trasciende el tiempo, la distancia y los lazos de la carne... Todo eso recordaba a Odiseo y, además, reflejaba lo que le sucedía a Alan en su vida privada y se convirtió en el núcleo de los últimos 14 números de su Cosa del Pantano.

Cuando Karen me sugirió escribir un número de relleno, me cuidé de tejer un hilo narrativo que resultara apropiado para el tapiz temático de Alan, y se convirtió en mi primera aportación a la serie como guionista, Reencuentro (número 59). No tengo los medios ni he dejado la distancia necesaria para juzgar la calidad del resultado, conque eso te lo dejo a ti. Espero que las diversas voces narrativas no estén demasiado enmarañadas y que te conmuevan. También puedo contarte qué hay detrás del relato.

Es extraño que un guionista británico (sobre todo del calibre de Alan) escribiera un cómic ambientado en Estados Unidos con más perspicacia y fidelidad al color y la historia locales que cualquier autor del país (solo Nancy A. Collins, nacida en Arkansas, una sureña de verdad, ha escrito La Cosa del Pantano) y que, al mismo tiempo, ignorase el legado europeo de uno de los protagonistas: Abby Cable, Arcane de soltera. Alan siempre la trató con una profundidad y cariño considerables e incluso mantuvo un ritmo de diálogos que personificaba la mujer estadounidense en que se había convertido. Aun así, y sus raíces, ¿qué? ¿Y su país natal? ¿Y su familia? ¿Y su legado?

En los frecuentemente largos intercambios de ideas que manteníamos, Alan, John Totleben y yo habíamos sopesado el catalizador de un relato que traería de vuelta a Gregor, el padre de Abby. En el tercer número de la serie original de Len Wein y Berni Wrightson (febrero/marzo de 1973), Anton Arcane recuperó de una explosión los restos mortales de su hermano, el conde Gregori Arcane, también conocido como Gregor, y los reconstruyó para dar origen a una monstruosidad parecida a Frankenstein llamada Hombre de Retales. En teoría, se pretendía crear una serie propia del personaje, así que lo trajeron a las costas de Estados Unidos en un relato de House of Secrets núm. 140 (febrero/marzo de 1976). A partir de aquella conexión y de la idea que se nos había ocurrido (el padre ausente y presuntamente muerto que aparecía en la puerta de Abby porque se estaba muriendo), escribí Reencuentro.

Al usar al Hombre de Retales para personificar los estragos extremos de la vejez, decidí mostrar a Abby trabajando en una residencia de ancianos, lo cual prepararía el terreno desde el punto de vista emocional para el clímax del episodio. En el barrio de Colbyville (Vermont) donde me crié, había dos residencias, y conocí a muchas de las personas que trabajaban y vivían allí, y también a los dueños y gestores de los centros. Así, hice lo posible para transmitir la impresión que me habían causado aquellas personas y aquellos lugares. Aquello también quedaba patente en la saga de tres partes sobre Demon y Kamara cuyo argumento habíamos escrito Alan, John y yo juntos (números del 25 al 27). En aquella ocasión, había sido una residencia para niños autistas (un escenario basado en la desaparecida Green Meadows School, un centro de Wilmington, Vermont, donde Marlene O’Connor, mi primera esposa, trabajó en los años ochenta y que Alan visitó cuando vino a vernos).

Aunque recuerdo Reencuentro como un relato un poco amorfo (nunca había intentado escribir un cómic completo de 23 páginas y quise meter demasiadas cosas, con lo cual terminó siendo una “historia hecha de retales”), desde entonces he sufrido la muerte de amigos íntimos por culpa de la edad o de una enfermedad terminal, y reconozco que la parte emocional me sigue pareciendo auténtica. En cualquier caso, Rick hizo un trabajo maravilloso, y el abrazo de Abby y su padre me sigue conmoviendo. Esa página en concreto era lo más sentido que había logrado escribir en aquellos momentos, y se lo dedico, con amor de padre, a mi hija Maia Rose.

Ah, otra cosa sobre Reencuentro, concretamente sobre las secuencias de presentación y conclusión donde Anton Arcane aparece en el infierno. El caso es que es un cabrón impenitente e incorregible. Es uno de los villanos más repulsivos de cuantos hayan mancillado las páginas de un cómic. Siempre he pensado que a Alan se le escapó el tren en El ballet de azufre (número 31), cuando Arcane queda confinado al castigo eterno. Cuando caía, gritando de indignación como un matón derrotado, recuerdo que pensé: “Es demasiado suave”. Aunque Alan lo compensó en la siguiente aparición, Abajo entre los muertos (Swamp Thing Annual núm. 2), yo aún tenía ganas de verlo condenado como Dios manda, escupiendo bilis y meando sangre.

Hubo otros que jugaron con Anton Arcane en posteriores etapas de la serie (incluyendo, por Dios, su renacimiento), pero eso es otra historia. Si volviera a hincarle el diente, estoy satisfecho con cómo lo dejé: ardiendo en el infierno pero disfrutando de la agonía que seguía causando a quienes había hecho daño en vida, muerto y no muerto.

Amando al alienígena, el número 60, cuyo título es un guiño a la canción que grabó David Bowie en 1985 para el disco Tonight, recuperó a John Totleben como dibujante invitado. Nunca olvidaré cuando fui a su estudio de Pensilvania por primera y última vez ni cuando eché un primer vistazo a las páginas que esculpía (sí, esculpía) para aquella historia. Aún eran burdas y estaban incompletas, pero ya resultaban tan fascinantes como todos los dibujos de John y tan atrevidas como cualquier obra de arte pop de los años sesenta.

Había una página doble que mostraba a la Cosa del Pantano, cuya forma flotaba como una médula derretida. Los órganos externos estaban a la vista en lo que parecía un collage de partes de un reloj que funcionaban y se retorcían con secretos precisos y propios. Los pedazos de metal compartían espacio con fotos pegadas de maquinaria en una pesada mesa de dibujo. Era un conjunto de locura “biomecánica” a lo Giger que pesaba fácilmente más de dos kilos. En el centro de cada página estaba nuestro querido protagonista, hecho con fotos retocadas de una maqueta diminuta que John y yo habíamos moldeado con Super-Sculpy (un material plástico para esculpir que se cuece y se usa como base), varias resinas y con trozos de moho y de vegetación. Más que un ejercicio narrativo (lo cual era cosa de Alan), era una proyección de la perversa geometría y los paisajes internos de John. Era asombroso, y lamento decir que, por bonita que sea la versión impresa, no es más que una pálida sombra de lo que vi aquella noche. ¡Ojalá las técnicas de reproducción por ordenador actuales pudieran resucitar lo que representaba aquel original!

Lo que sí se puede disfrutar en su plenitud es la extraordinaria historia que surgió de un juego de pillar en que participaron un guionista y dibujante que estaban en la cumbre de su capacidad creativa. John completó medio número con imágenes puras independientes del germen de la trama. Por su parte, Alan dio vueltas a la historia hasta que el arte de Totleben empezó a sugerirle una narración, un relato que coagularía finalmente en un retrato de los deseos inhumanos y del hambre que culminaba en una escena de violación salvaje y perturbadora. Es una experiencia extraña y de otro mundo, un experimento que todavía es la pleamar de la saga de la Cosa del Pantano y que, en mi opinión, manifiesta el honor de ser John y Alan en la que fuera su mejor colaboración.

Toda la carne es hierba (número 61) surgió de un concepto que yo había sugerido a Karen como continuación de Reencuentro. Cuando tuve que decidir entre escribir aquel número o trabajar con Alan en su último episodio, me decanté por la segunda opción y le pasé a Alan la idea que tenía para lo primero. El concepto inicial consistía en que la Cosa del Pantano se cultivase un cuerpo en un planeta cuya especie dominante consistiera en seres vegetales muy evolucionados. Había una masa de aquellos individuos que se convertía en las células de una Cosa del Pantano descomunal que, a su vez, se volvía loco por culpa de la cacofonía de voces y mentes. El Adam Strange descabellado y renovado de los números 57 y 58 también haría una visita en forma de epílogo amargo pero divertido. En aquellos dos episodios, Strange parecía una persona... extraña, un héroe fuera del espacio y el tiempo y, en consecuencia, una especie de bufón.

Longitud de onda (número 62) demostró que Rick Veitch, que lo escribió y dibujó en solitario, estaba a la altura de tomar las riendas de la colección. Había trabajado como autor completo desde finales de los años setenta, sobre todo en las páginas de Epic Illustrated (Abraxas and the Earthman) y en la novela gráfica Heartburst; no obstante, escribir y dibujar un cómic mensual era una hazaña diferente. Ten en cuenta, estimado lector, la labor hercúlea que emprendió Rick para cumplir todos los meses en episodios completos de La Cosa del Pantano. Hay muy pocos autores capaces de lograrlo (Jack Kirby, John Byrne, Dick Briefer, etc.), pero pocos son capaces de hacerlo con la intensidad y la originalidad que Rick aportó a la serie durante su etapa. Este hombre siempre me asombra, y a ti también debería sorprenderte.

El referente de Rick era, por supuesto, el difunto y gran Jack Kirby. Metrón, el catalizador de Longitud de onda, era uno de los fascinantes personajes creados por Kirby para su Cuarto Mundo a mediados de los años setenta. Kirby fue un pionero del cómic estadounidense en aquella época, ya que había dejado un legado de series, conceptos y personajes que sigue siendo la piedra angular de toda la línea de Marvel Comics. DC consiguió atraer al Rey (como llamaban a Kirby, y con razón), que emprendió una breve pero deslumbrante aportación al Universo DC dando fuerza a la serie menos interesante de la editorial, Superman’s Pal Jimmy Olsen. Aquel torrente de ideas y personajes, cada cual más asombroso que el anterior, pronto se extendió por tres colecciones más que el autor creó para contar una saga sobre la guerra entre las fuerzas sobrehumanas de Apokolips y Nueva Génesis con la Tierra como campo de batalla. Juntas, The New Gods, The Forever People y Mister Miracle fueron las mejores obras de Kirby, un presagio del aluvión de espectáculos cinematográficos veraniegos a los que estamos acostumbrados en el siglo XXI. En medio de todo, estaba la cara de piedra de Darkseid, cuya búsqueda de la Ecuación de la Antivida podía suponer un desastre y también la sumisión de las demás formas de vida.

Una de las mayores tragedias del cómic estadounidense es que las altas esferas cancelasen el Cuarto Mundo antes de que Kirby pusiera fin a su gran fábula. DC revivió a los personajes años después, y en 1985 reeditó la serie y le dio una nueva “conclusión” titulada The Hunger Dogs, la novela gráfica con la que DC había vuelto a atraer al creador. Mientras tanto, entre la conclusión de las series originales y la publicación de dicha novela, Kirby había trabajado para otras editoriales y había intentado volver a contar aquella grandiosa parábola con otra cara (The Eternals, por ejemplo), pero jamás consiguió retomar la magia que le hiciera justicia ni mucho menos terminarla como tocaba. Fue un final innoble para el Rey y sus creaciones. Veitch fue fiel al espíritu de ambos en Longitud de onda, y la aparición de los Nuevos Dioses y sus luchas cósmicas supuso un buen avance del rumbo que tomaría La Cosa del Pantano a partir del número 65.

Las historias de los dos últimos episodios de Alan deben hablar por sí solas. (Retomamos) Los cabos sueltos (número 63) resucitó la atmósfera horrible y explosiva (literalmente, en el caso del destino de Dwight Wicker) y el potencial violento que caracterizaron las colaboraciones entre Moore, Bissette y Totleben. Por su parte, El regreso del lodo bueno (número 64) supuso una conclusión apropiada, un final agridulce y conmovedor para toda la sinfonía que Alan Moore compuso en La Cosa del Pantano.

Entre bambalinas, fue un evento que había que paladear. Las secuencias de presentación y conclusión (páginas de la 1 a la 3 y de la 20 a la 24) fueron obra de Tom Yeates, el primer dibujante de la serie, que compartió casa con Veitch, Totleben y conmigo en la época de aturdimiento posterior a nuestra estancia en la Kubert School. Rick y Alfredo Alcalá, el entintador, dibujaron las páginas de la 4 a la 7, y yo me encargué de la secuencia central (páginas de la 8 a la 19). Para mí, fue la despedida de la serie. Alan y yo preparamos el argumento por teléfono. Luego, dibujé las páginas y les añadí varias ideas, incluyendo los guiños a las Cosas del Pantano primigenias que salpimentaron las páginas 15 y 16. Me inspiré en The Glob, el libro ilustrado que realizaron Walt Kelly y John O’Reilly en 1952, pero Tom Veitch dice que también aportó un poco, así que le concedo su parte de mérito. Alan escribió los diálogos a partir de los dibujos fotocopiados que le envié por fax. Yo soñaba con que John Totleben entintara mis lápices por última vez; pero por desgracia, la cosa no cuajó porque él estaba hasta arriba con Miracleman. Así pues, lo sustituyó Alfredo, pero Karen consiguió convencer a John para que pintase una preciosa portada para aquel número que fue candidata al premio Eagle a la mejor cubierta en Reino Unido.

Más de una década después, John y yo nos reunimos para contar otra historia de la Cosa del Pantano, un relato de 10 páginas titulado Jack in the Green que se incluyó en Neil Gaiman’s Midnight Days, una antología de Vertigo. Neil organizó aquel retorno contra viento y marea y me contó una vez que estaba muy satisfecho con el resultado porque John y yo aún trabajábamos al mismo nivel que durante nuestro mejor momento de La Cosa del Pantano de los años ochenta.

Aquel también fue el último cómic comercial estadounidense que realicé. Karen procuró que mi firma de “despedida” apareciera en la última página. Fue un regalo bonito y noble.
Cosa, Abby, adiós.

Os echo de menos. Todo lo bueno termina.

Stephen R. Bissette
Octubre de 1988/julio de 2011 Las Montañas de la Locura (Vermont)

Introducción escrita en 1988. Originalmente, eran dos artículos distintos publicados en los volúmenes 9 y 10 de la recopilación de La Cosa del Pantano, publicada en blanco y negro por Titan Books. El propio Bissette ha actualizado y extendido el texto para esta edición en cartoné de La Cosa del Pantano de Alan Moore núm. 6.