Seguramente, lo único desolador de la excelencia sea que hace que el hecho de vivir en un mundo de mediocridad se convierta en un continuo infierno. La sutil aflicción perturbadora.
Miguel Ángel escribió: “Las nimiedades hacen la perfección, y la perfección no es ninguna nimiedad”. No es una expresión para los tiempos que corren, para un mundo de cadenas de montaje donde se le echa la culpa al vecino y se contamina sin freno.
La perfección. La excelencia. Qué amante tan apasionada. Pero cuando se han besado los labios de la excelencia, cuando uno ha sucumbido a su perfección, qué áridas, pesadas e inanes son las horas de vigilia, aherrojado por lo ordinario, lo apenas aceptable, lo pasable y nada más.
Por desgracia, las vidas de casi todo el mundo están cortadas por ese patrón. Se conforman con lo que está al alcance de la mano, compran el cliché porque el sueño
supremo se ha agotado, aprenden a evitar el riesgo de dar un salto que da vértigo. Miguel de Unamuno (1864-1936) escribió: “Solo el que ensaya lo absurdo es capaz de conquistar lo imposible”. Así pues, el paradigma se convierte en todas las sombras de Salieri incapaces de tocar la realidad de Mozart, todos los Antonios con un talento respetable, pero no increíblemente dotados, que despotrican frustrados del esporádico Amadeus. En alguien sin talento y del montón, la excelencia produce placer y asombro; pero en quien tiene un mínimo de talento, produce odio y una envidia que hierve cual grasa de oveja.
La excelencia no le rinde cuentas a nadie, ni debe tributo alguno, ni agacha la cabeza ante ningún régimen. Existe pura y plena, como la cara plateada de la Luna. Intocable, inalcanzable, exquisita. Pero frustrante, pues nos recuerda cuánta mediocridad soportamos a lo largo de la semana.
O sea: la labor de Neil Gaiman en Sandman.
En cualquier campo, en cualquier medio artístico o científico, aparece de vez en cuando alguien con talento que, con su mera existencia, nos hace percibir cuán prosaico ha sido lo logrado en ese campo, género, medio o categoría. Hasta Monteverdi, ¿alguien había logrado más que Palestrina, William Byrd o Andrea Gabrieli? Antes de Mark Twain, ¿cuáles eran los nombres de los escritores en lo más alto? Sir Walter Scott, R.D. Blackmore y James Fenimore Cooper. Antes de John L. Sullivan, ¿quién puede establecer una comparación racional de excelencia con alguno de los campeones anónimos del boxeo sin guantes que derramaron su sangre sobre un suelo de serrín? Solo hubo un Maquiavelo, solo un Shaka Zulu, solo un Alejandro Magno. Nombra a los más insignes, brillantes y consumados hasta llegar a Fellini, Billie Holiday o George Bernard Shaw, compara y verás lo alto que estos últimos pusieron el listón. De pronto, en el mundo hay más luz.
O sea: la labor de Neil Gaiman en Sandman.
Es una labor extraordinaria. Quizá eso ya lo sepas. No obstante, te lo digo. Es un hecho, haz con él lo que quieras.
No es solo que el Sr. Gaiman (que está a mitad de camino entre un conocido asiduo y un buen amigo, algo más que un colega, pero menos que un íntimo; alguien a quien puedo llamar Neil en lugar de Sr. Gaiman) haya confeccionado con estas historias de Sandman lo que suele denominarse una macrografía, “gran escritura”, una obra que se ve a simple vista, lo contrario de micrografía. Tampoco es extraordinario que Neil haya creado un universo absorbente con coherencia interna para estas historias: una cosmología exhaustiva con un panteón de seres y de no seres divinos, un protocontinuo no aristotélico superpuesto, un politeísmo de nuevo cuño tan cautivador como revisionista. No es nada extraordinario, ya que todo creador construye un nuevo universo al crear una historia nueva. Así se juega al “¿Y si...?”. Unos lo hacen mejor que otros, y la mayoría es incapaz de hacerlo (por eso hay gente que cree que los actores se inventan los diálogos, que la realidad supera a la ficción, que una imagen vale más que mil palabras y que con frecuencia nos visitan extraterrestres malignos e increíblemente inteligentes, venidos de muy lejos en vajillas giratorias que no tienen nada mejor que hacer que abducir a teleadictos para mantener relaciones sexuales insatisfactorias con ellos y realizarles a sus lamentables parejas sexuales exámenes rectales con apéndices mecánicos del tamaño de un oleoducto solo para echarse unas risas), pero de vez en cuando alguien lo hace tan bien que sube el listón y hace que en el mundo haya más luz.
O sea: la labor de Neil Gaiman en Sandman.
A pesar de la macrografía y de la nueva cosmología, la clamorosa excelencia de lo que ha hecho Neil con el personaje reside en la sensación, mientras uno lee Sandman, de que lo que está leyendo es nuevo, trascendente y no tan pasajero (por entretenido que sea) como la mayoría de lo que se hace todos los días en el medio del cómic. Si has seguido la progresión de Neil como cerebro de Sandman, te habrá atrapado una extraordinaria inteligencia dada a las diversiones esotéricas y a las revisiones surrealistas del orden natural. Si eres uno de los pocos que quedan que aún leen por el simple placer de la tonificación intelectual, seguro que te habrán cautivado el taimado ingenio y la pícara malicia con que Gaiman ha reformado un universo recibido de otros. Alabaría su erudición, su capacidad para llenar sus historias de datos arcanos y guiños literarios, pero como es una perogrullada decir que hay que ser muy buen timador para timar a un buen timador, es posible que Neil Gaiman, alias “Chanchullero”, no haya leído más ni sea más erudito que el timador que escribe estas palabras introductorias. Y sabiendo que soy un impostor que mete citas en latín y en francés coloquial aquí y allá solo para parecer inteligente, ignorantia legis neminem excusat, o n’est-ce pas, sospecho que Neil tiene una biblioteca de consulta tan diversa y abundante como la mía con el único fin de apuntar un dato poco conocido que le recuerde al resto de los mortales lo listo que soy.
No me gustaría entretenerme demasiado en este punto, pero pondré un ejemplo:
Al principio de la historia de Estación de nieblas, cuando Morfeo envía a Caín a entregar el mensaje de su inminente visita a las regiones infernales, el emisario le cuenta a Lucifer lo que sucederá y el ángel caído se lanza a uno de esos maravillosos panegíricos arrebatados con los que nos deleitan científicos locos, déspotas, supervillanos bobos y televangelistas a lo largo de muchas viñetas con formas raras. Culmina su discurso paralógico soltando: “Mejor reinar en el Infierno que servir en el Cielo”.
Y por si el lector no ha visto la adaptación que la Warner Bros. hizo en 1941 de El lobo de mar, de Jack London, donde Edward G. Robinson, que interpreta a Wolf Larsen, el tiránico capitán de un carguero, repite una y otra vez esa cita, Neil nos sorprende con el dato de que el aforismo procede de El paraíso perdido (1667), de Milton. Buscad la página y echadle un vistazo.
¿Veis a lo que me refiero? Un tipo intelectual de verdad, seguro de su vasta erudición, no se habría molestado en asegurarse de que nos diéramos cuenta de lo listo que es. No estoy diciendo que Neil no sea tan listo como quiere hacernos creer, me limito a apuntar que está tan absorto en la construcción de los contrafuertes de la estructura de su ficción que se asegura de que nos demos cuenta de que el granito de la base es de excelente calidad.
Tan excelente que uno podría volver a citar a Milton: “La mente es un lugar en sí mismo, y por sí sola puede crear un Cielo del Infierno y un Infierno del Cielo”.
O sea: la labor de Neil Gaiman en Sandman es tan buena, coloca tan alto el listón que, a medida que leemos, comprendemos que trata de algo, que no es simplemente un divertimento (aunque también lo sea, claro).
No voy a hacer un repaso a la historia contenida en este tomo, publicada por primera vez en formato comic book entre julio de 1990 y julio de 1991. La historia habla por sí misma, y yo no voy a repetir obviedades. (Como escribió en 1981 el crítico John Simon: “No tiene sentido decir menos de lo que han dicho tus predecesores”. Es un buen consejo que deberían aplicarse todos los que escriben pastiches de Sherlock Holmes o Sam Spade.) Tampoco voy a ponerme criticón ni a quejarme de que Neil dice al comienzo de la historia que Destino no proyecta sombra alguna, pero que Dringenberg ya la ha dibujado unas páginas antes. Ese tipo de quejas mezquinas son impropias de un tío tan listo como yo.
Solo repetiré el tema de este preámbulo diciendo que la excelencia representada por la labor de Gaiman en Sandman ha hecho que la mediocridad del mundo le resulte extremadamente dolorosa a mucha gente. Y sé de lo que hablo, pues estaba allí sentado en la 13ª World Fantasy Convention en Tucson en 1991 y presencié con diabólico placer cómo Neil ganaba el codiciado premio Howard Philips Lovecraft de la FantasyCon a la mejor historia corta del año... con un número del cómic Sandman. Un placer diabólico, digo, porque a todos aquellos sesudos escritores, artistas y críticos que esperaban que ganase un relato estándar se les atragantó el postre cuando este tipo rebelde de los tebeos se llevó un diamante más grande que el Ritz. Se oyeron muchos resoplidos. Muchos se sintieron agraviados. La indignación alcanzó cotas nunca vistas. Y hubo quien gritó “tongo” en la votación. Tan furiosos estaban los fieles ante la elección de un grupo de prestigiosos expertos que no se habían dejado sobornar ni se avergonzaban de reconocer la excelencia que las grandes eminencias grises que mueven los hilos de la FantasyCon, ocultas tras el velo nocturno del secretismo, reescribieron las bases para que, Dios no lo quiera, ningún cómic vuelva a resultar nominado, ni mucho menos tenga la oportunidad de darles caña a los artistas serios.
O sea: la labor de Neil Gaiman en Sandman resucita y renueva a ese eterno personaje de DC Comics –del que disfruté por primera vez en 1940 en las 96 páginas por 15 centavos del New York World’s Fair Comics, con su traje verde, su sombrero naranja de ala curva, su capa fucsia, su máscara de gas de la Primera Guerra Mundial y su mortífera pistola de gas– y lo transforma para adaptarlo a nuestra época, más angustiosa, no solo como una maravillosa y entretenida figura mítica, sino como símbolo de la excelencia en un mundo donde la mediocridad es nuestra cárcel habitual.
¿Y cómo sabemos que Gaiman ha alcanzado la excelencia?
Lo sabemos porque, como escribió Susan Sontag, “el arte de verdad tiene la capacidad de ponernos nerviosos”.
Nerviosos. Deberíais haber estado en la entrega de premios. Aquellos mamones estuvieron a punto de cagarse.
O sea: ¿a que Gaiman es demasiado mono para describirlo con palabras?
Harlan Ellison
Artículo publicado originalmente como introducción de Sandman núm. 4 (de 10): Estación de nieblas.
Miguel Ángel escribió: “Las nimiedades hacen la perfección, y la perfección no es ninguna nimiedad”. No es una expresión para los tiempos que corren, para un mundo de cadenas de montaje donde se le echa la culpa al vecino y se contamina sin freno.
La perfección. La excelencia. Qué amante tan apasionada. Pero cuando se han besado los labios de la excelencia, cuando uno ha sucumbido a su perfección, qué áridas, pesadas e inanes son las horas de vigilia, aherrojado por lo ordinario, lo apenas aceptable, lo pasable y nada más.
Por desgracia, las vidas de casi todo el mundo están cortadas por ese patrón. Se conforman con lo que está al alcance de la mano, compran el cliché porque el sueño
supremo se ha agotado, aprenden a evitar el riesgo de dar un salto que da vértigo. Miguel de Unamuno (1864-1936) escribió: “Solo el que ensaya lo absurdo es capaz de conquistar lo imposible”. Así pues, el paradigma se convierte en todas las sombras de Salieri incapaces de tocar la realidad de Mozart, todos los Antonios con un talento respetable, pero no increíblemente dotados, que despotrican frustrados del esporádico Amadeus. En alguien sin talento y del montón, la excelencia produce placer y asombro; pero en quien tiene un mínimo de talento, produce odio y una envidia que hierve cual grasa de oveja.
La excelencia no le rinde cuentas a nadie, ni debe tributo alguno, ni agacha la cabeza ante ningún régimen. Existe pura y plena, como la cara plateada de la Luna. Intocable, inalcanzable, exquisita. Pero frustrante, pues nos recuerda cuánta mediocridad soportamos a lo largo de la semana.
O sea: la labor de Neil Gaiman en Sandman.
En cualquier campo, en cualquier medio artístico o científico, aparece de vez en cuando alguien con talento que, con su mera existencia, nos hace percibir cuán prosaico ha sido lo logrado en ese campo, género, medio o categoría. Hasta Monteverdi, ¿alguien había logrado más que Palestrina, William Byrd o Andrea Gabrieli? Antes de Mark Twain, ¿cuáles eran los nombres de los escritores en lo más alto? Sir Walter Scott, R.D. Blackmore y James Fenimore Cooper. Antes de John L. Sullivan, ¿quién puede establecer una comparación racional de excelencia con alguno de los campeones anónimos del boxeo sin guantes que derramaron su sangre sobre un suelo de serrín? Solo hubo un Maquiavelo, solo un Shaka Zulu, solo un Alejandro Magno. Nombra a los más insignes, brillantes y consumados hasta llegar a Fellini, Billie Holiday o George Bernard Shaw, compara y verás lo alto que estos últimos pusieron el listón. De pronto, en el mundo hay más luz.
O sea: la labor de Neil Gaiman en Sandman.
Es una labor extraordinaria. Quizá eso ya lo sepas. No obstante, te lo digo. Es un hecho, haz con él lo que quieras.
No es solo que el Sr. Gaiman (que está a mitad de camino entre un conocido asiduo y un buen amigo, algo más que un colega, pero menos que un íntimo; alguien a quien puedo llamar Neil en lugar de Sr. Gaiman) haya confeccionado con estas historias de Sandman lo que suele denominarse una macrografía, “gran escritura”, una obra que se ve a simple vista, lo contrario de micrografía. Tampoco es extraordinario que Neil haya creado un universo absorbente con coherencia interna para estas historias: una cosmología exhaustiva con un panteón de seres y de no seres divinos, un protocontinuo no aristotélico superpuesto, un politeísmo de nuevo cuño tan cautivador como revisionista. No es nada extraordinario, ya que todo creador construye un nuevo universo al crear una historia nueva. Así se juega al “¿Y si...?”. Unos lo hacen mejor que otros, y la mayoría es incapaz de hacerlo (por eso hay gente que cree que los actores se inventan los diálogos, que la realidad supera a la ficción, que una imagen vale más que mil palabras y que con frecuencia nos visitan extraterrestres malignos e increíblemente inteligentes, venidos de muy lejos en vajillas giratorias que no tienen nada mejor que hacer que abducir a teleadictos para mantener relaciones sexuales insatisfactorias con ellos y realizarles a sus lamentables parejas sexuales exámenes rectales con apéndices mecánicos del tamaño de un oleoducto solo para echarse unas risas), pero de vez en cuando alguien lo hace tan bien que sube el listón y hace que en el mundo haya más luz.
O sea: la labor de Neil Gaiman en Sandman.
A pesar de la macrografía y de la nueva cosmología, la clamorosa excelencia de lo que ha hecho Neil con el personaje reside en la sensación, mientras uno lee Sandman, de que lo que está leyendo es nuevo, trascendente y no tan pasajero (por entretenido que sea) como la mayoría de lo que se hace todos los días en el medio del cómic. Si has seguido la progresión de Neil como cerebro de Sandman, te habrá atrapado una extraordinaria inteligencia dada a las diversiones esotéricas y a las revisiones surrealistas del orden natural. Si eres uno de los pocos que quedan que aún leen por el simple placer de la tonificación intelectual, seguro que te habrán cautivado el taimado ingenio y la pícara malicia con que Gaiman ha reformado un universo recibido de otros. Alabaría su erudición, su capacidad para llenar sus historias de datos arcanos y guiños literarios, pero como es una perogrullada decir que hay que ser muy buen timador para timar a un buen timador, es posible que Neil Gaiman, alias “Chanchullero”, no haya leído más ni sea más erudito que el timador que escribe estas palabras introductorias. Y sabiendo que soy un impostor que mete citas en latín y en francés coloquial aquí y allá solo para parecer inteligente, ignorantia legis neminem excusat, o n’est-ce pas, sospecho que Neil tiene una biblioteca de consulta tan diversa y abundante como la mía con el único fin de apuntar un dato poco conocido que le recuerde al resto de los mortales lo listo que soy.
No me gustaría entretenerme demasiado en este punto, pero pondré un ejemplo:
Al principio de la historia de Estación de nieblas, cuando Morfeo envía a Caín a entregar el mensaje de su inminente visita a las regiones infernales, el emisario le cuenta a Lucifer lo que sucederá y el ángel caído se lanza a uno de esos maravillosos panegíricos arrebatados con los que nos deleitan científicos locos, déspotas, supervillanos bobos y televangelistas a lo largo de muchas viñetas con formas raras. Culmina su discurso paralógico soltando: “Mejor reinar en el Infierno que servir en el Cielo”.
Y por si el lector no ha visto la adaptación que la Warner Bros. hizo en 1941 de El lobo de mar, de Jack London, donde Edward G. Robinson, que interpreta a Wolf Larsen, el tiránico capitán de un carguero, repite una y otra vez esa cita, Neil nos sorprende con el dato de que el aforismo procede de El paraíso perdido (1667), de Milton. Buscad la página y echadle un vistazo.
¿Veis a lo que me refiero? Un tipo intelectual de verdad, seguro de su vasta erudición, no se habría molestado en asegurarse de que nos diéramos cuenta de lo listo que es. No estoy diciendo que Neil no sea tan listo como quiere hacernos creer, me limito a apuntar que está tan absorto en la construcción de los contrafuertes de la estructura de su ficción que se asegura de que nos demos cuenta de que el granito de la base es de excelente calidad.
Tan excelente que uno podría volver a citar a Milton: “La mente es un lugar en sí mismo, y por sí sola puede crear un Cielo del Infierno y un Infierno del Cielo”.
O sea: la labor de Neil Gaiman en Sandman es tan buena, coloca tan alto el listón que, a medida que leemos, comprendemos que trata de algo, que no es simplemente un divertimento (aunque también lo sea, claro).
No voy a hacer un repaso a la historia contenida en este tomo, publicada por primera vez en formato comic book entre julio de 1990 y julio de 1991. La historia habla por sí misma, y yo no voy a repetir obviedades. (Como escribió en 1981 el crítico John Simon: “No tiene sentido decir menos de lo que han dicho tus predecesores”. Es un buen consejo que deberían aplicarse todos los que escriben pastiches de Sherlock Holmes o Sam Spade.) Tampoco voy a ponerme criticón ni a quejarme de que Neil dice al comienzo de la historia que Destino no proyecta sombra alguna, pero que Dringenberg ya la ha dibujado unas páginas antes. Ese tipo de quejas mezquinas son impropias de un tío tan listo como yo.
Solo repetiré el tema de este preámbulo diciendo que la excelencia representada por la labor de Gaiman en Sandman ha hecho que la mediocridad del mundo le resulte extremadamente dolorosa a mucha gente. Y sé de lo que hablo, pues estaba allí sentado en la 13ª World Fantasy Convention en Tucson en 1991 y presencié con diabólico placer cómo Neil ganaba el codiciado premio Howard Philips Lovecraft de la FantasyCon a la mejor historia corta del año... con un número del cómic Sandman. Un placer diabólico, digo, porque a todos aquellos sesudos escritores, artistas y críticos que esperaban que ganase un relato estándar se les atragantó el postre cuando este tipo rebelde de los tebeos se llevó un diamante más grande que el Ritz. Se oyeron muchos resoplidos. Muchos se sintieron agraviados. La indignación alcanzó cotas nunca vistas. Y hubo quien gritó “tongo” en la votación. Tan furiosos estaban los fieles ante la elección de un grupo de prestigiosos expertos que no se habían dejado sobornar ni se avergonzaban de reconocer la excelencia que las grandes eminencias grises que mueven los hilos de la FantasyCon, ocultas tras el velo nocturno del secretismo, reescribieron las bases para que, Dios no lo quiera, ningún cómic vuelva a resultar nominado, ni mucho menos tenga la oportunidad de darles caña a los artistas serios.
O sea: la labor de Neil Gaiman en Sandman resucita y renueva a ese eterno personaje de DC Comics –del que disfruté por primera vez en 1940 en las 96 páginas por 15 centavos del New York World’s Fair Comics, con su traje verde, su sombrero naranja de ala curva, su capa fucsia, su máscara de gas de la Primera Guerra Mundial y su mortífera pistola de gas– y lo transforma para adaptarlo a nuestra época, más angustiosa, no solo como una maravillosa y entretenida figura mítica, sino como símbolo de la excelencia en un mundo donde la mediocridad es nuestra cárcel habitual.
¿Y cómo sabemos que Gaiman ha alcanzado la excelencia?
Lo sabemos porque, como escribió Susan Sontag, “el arte de verdad tiene la capacidad de ponernos nerviosos”.
Nerviosos. Deberíais haber estado en la entrega de premios. Aquellos mamones estuvieron a punto de cagarse.
O sea: ¿a que Gaiman es demasiado mono para describirlo con palabras?
Harlan Ellison
Artículo publicado originalmente como introducción de Sandman núm. 4 (de 10): Estación de nieblas.