Eccediciones
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En busca y captura

“¿Quién vigila a los vigilantes?”, se preguntaba Décimo Junio Juvenal (S. I-II d. C) en sus Sátiras. Aunque el interrogante planteado por el poeta romano aludía al ámbito de la fidelidad marital, lo cierto es que tradicionalmente esta locución latina —Quis custodiet ipsos custodes?— se ha empleado para aludir a la necesidad de controlar el ejercicio del poder depositado en las autoridades, encargadas de velar por la seguridad y la gestión de los intereses de los ciudadanos. Una inquietud más que razonable, analizada ya desde los tiempos de Platón (427-347 a. C.) y su República, donde sentaba las bases de su teoría política reflexionando acerca de las intrincadas relaciones entre gobierno y moral.

En el mundo de la historieta, sin embargo, no es extraño que los guionistas de turno se atengan a una interpretación más literal del célebre latinajo para, de forma periódica, centrar el conflicto dramático de sus ficciones en el debate sobre la legitimidad del vigilantismo ejercido por los superhéroes: icónicos personajes de moral elevada cuyas motivaciones obedecen, por lo general, a una vocación tan loable como altruista de hacer el bien. Al fin y al cabo, no parece descabellado preguntarse hasta qué punto es justificable que vulneren el ordenamiento jurídico desde el anonimato para imponer su propia noción de justicia, usurpando un papel que debería corresponder en exclusiva a las fuerzas del orden.

A lo largo de la historia del medio —y de forma más específica, del Universo DC—, abundan ejemplos de obras en las que buenas intenciones y códigos de honor de validez universal se dan de bruces con el sistema democrático, que reacciona restringiendo el ámbito de actuación de los poderosos superhéroes. Como ejemplo primigenio de esta tradición, nos encontramos con una historia de complemento incluida en las páginas de Adventure Comics núm. 466, titulada La derrota de la Sociedad de la Justicia (1979). En ella, Paul Levitz y Joe Staton nos mostraron a una JSA que ante la exigencia del Comité de Actividades Antiestadounidenses de desvelar sus verdaderas identidades, optaban por disolverse. Una premisa que fue retomada por Roy y Dann Thomas en la miniserie America vs. The Justice Society (1985), que contó con historietistas como Rafael Kayanan, Rich Buckler y Jerry Ordway al frente del apartado artístico.

Un año más tarde, comenzó a publicarse la maxiserie de 12 números Watchmen (1986-1987), que ya desde el título planteaba el abordaje del dilema que centra nuestra atención. En esta mítica obra, la Norteamérica alternativa imaginada por Alan Moore y Dave Gibbons ofrecía una solución legislativa a la creciente preocupación por los contundentes métodos utilizados por los justicieros: impulsada por el Senador John David Keene y aprobada en 1977, la Ley Keene declaraba ilegal toda actividad superheroica no sancionada por el Gobierno de los Estados Unidos, que tan solo autorizó a dos operativos: el Dr. Manhattan y el Comediante. Durante su paso por cabeceras como Escuadrón Suicida o Secret Origins, John Ostrander también hizo diferentes menciones a la Ley Keene, alterando ligeramente su ámbito de aplicación: primero, confiriendo a las prisiones una mayor flexibilidad para el encarcelamiento de superhumanos; posteriormente, reafirmando el derecho de los superhéroes a no desvelar sus identidades secretas y —mediando la Enmienda Ingersoll— dejando constancia del derecho del Gobierno a delimitar la actividad superhumana en tiempos de crisis. En cualquiera de los casos, iniciativas gubernamentales orientadas a ejercer algún tipo de control sobre agentes potencialmente benignos que, sin embargo, operaban fuera de los límites de la legislación por aquel entonces vigente.

Teniendo en cuenta su modus operandi y la relación siempre oscilante que mantiene con las autoridades de Gotham City, Batman se postula como un personaje idóneo con el que abordar este dilema. A lo largo de sus 75 años de historia abundan las aventuras en las que de un modo u otro se analiza cómo afecta la cruzada contra el crimen de Bruce Wayne a los legítimos depositarios de dicha autoridad: un Departamento de Policía que tan pronto agradece la ayuda del Cruzado de la Capa, como emite órdenes de busca y captura, con el Comisario James Gordon siempre entre la espada y la pared. En el caso de Doug Moench y Paul Gulacy, sus múltiples incursiones en la mitología del personaje han partido de la segunda de las hipótesis comentadas, retratando a un Hombre Murciélago perseguido y acorralado. Así sucedió en Batman: Presa (Legends of the Dark Knight núms. 11 a 15, 1990), donde convencido por la retórica del Dr. Hugo Strange, el Alcalde de Gotham decidía organizar una fuerza especial dentro del Departamento de Policía destinada a detener a Batman; un grupo de trabajo asesorado por el obsesivo psiquiatra, que a la postre revelaba sus aviesas intenciones.

Para alegría de los muchos lectores que les sitúan en el olimpo de los equipos creativos partícipes de la leyenda de Batman, una década más tarde ambos autores retomaron al personaje en Batman: El Caballero Oscuro – Forajidos (2000): serie limitada íntegramente recopilada en el presente tomo, donde Moench y Gulacy parten del debate Libertad versus Seguridad —tan de actualidad, en los tiempos que corren— para con el devenir de las páginas dar una contundente respuesta al interrogante planteado por Juvenal; y es que en este caso, los encargados de vigilar a los vigilantes serán los Bloodhawks, una brigada contra justicieros dependiente de un trasunto de la C.I.A. aquí llamada Frente de Inteligencia para Asuntos exteriores. Lo que el lector está a punto de averiguar es si el remedio es o no peor que la enfermedad…

David Fernández

Artículo publicado originalmente como introducción de Batman: El Caballero Oscuro - Forajidos.