Eccediciones

El regreso del Caballero Oscuro

Solo parecíamos irrelevantes.
A principios de los años 50, un popular psiquiatra escribió un libro de mierda que traumatizó a mi encantadora modalidad artística durante una generación.

El trauma era perfectamente comprensible. El libro de mierda de ese loquero y sus artículos relacionados, igual de mierdosos, en una revista se centraban en el miedo de los padres a sus propios hijos, propiciando una protesta pública que desembocó en unas vistas en el Congreso. Las vistas no fueron concluyentes, pero el gobierno americano alzó el látigo de la censura. Los cómics se empezaron a considerar la causa principal de la “delincuencia juvenil”, y los editores de cómics, temiendo por su supervivencia, se apresuraron a evitar cualquier contenido de cualquier tipo que pudiera ofender a cualquiera de cualquier parte.

Si algo de esto parece anticuado o directamente raro, no es ninguna de las dos cosas. Cada generación de padres siente terror cuando su Johnny de 14 años, con la sangre palpitando con una sorprendente y súbita carga de hormonas, se pone de mal humor. Observa cuántos “amantes de la libertad” se obsesionan con el sexo y la violencia en la televisión y en los videojuegos. La libertad de expresión es un oasis tan frágil y de vida tan corta como los lapsos entre guerras. La naturaleza humana es inmutable.

No merece la pena mencionar siquiera los nombres del loquero chalado y su libro cierta e implacablemente mierdoso. El mundo hace tiempo que los olvidó.
Sin embargo, en el pequeño mundo de los cómics, ese libro de mierda permanecía como un cíclope. O como Galactus. Las ventas disminuyeron sin cesar. Durante un tiempo, los dibujantes de cómics no revelaban cuál era su profesión. Al menos no entre gente civilizada.
Sabe Dios que no nos metíamos en política.
Pero solo parecíamos irrelevantes.
Solo parecíamos muertos.

Si la naturaleza humana es inmutable, el espíritu creativo es igual de indómito. Durante ese sueño febril al que llamamos los años 60, pioneros como Robert Crumb, Richard Corben, Phil Seuling, Denis Kitchen y muchas otras almas valientes llevaron los cómics de vuelta a las calles y a las cloacas a las que pertenecían. Una explosión creativa y una revolución en el arte de la distribución que lo cambiaron todo. La olla se había destapado.
Pero estas cosas llevan su tiempo. Cuesta cambiar de costumbres. Cuando entré en este mundo, ese abominable libro de mierda seguía proyectando una sombra alargada. Costó años que los internos se apoderasen del manicomio.

Empezaron a aparecer publicados cómics independientes de todo tipo. Y el mundo de los superhéroes se tambaleó y revivió gracias a ello. Veteranos como Steve Ditko, Neal Adams y Denny O’Neil entre otros sumergieron a los chicos y chicas de las mallas en los estridentes debates políticos de principios de los años 70.
Se redescubrió una tradición. Igual que el Superman de los años 40 agarraba por el pescuezo a Tojo y a Hitler mientras el Capitán América le daba un puñetazo en la cara al führer, ahora personajes como Halcón y Paloma, y viejos guerreros como Green Lantern, Green Arrow y Spiderman, se enzarzaban en discusiones torturadas, entre puñetazos, que eran abierta y llanamente políticas.

Se reveló que Magneto, el villano de la Patrulla X, era un superviviente del Holocausto. Neal Adams trajo la mugre urbana a las calles oscuras de Gotham City e hizo que Batman volviera a parecer aterrador. Howard el Pato caminó entre el sarcasmo social y la parodia cultural. La Cosa del Pantano se transformó en un Golem del medio ambiente. Como la tórrida cantante Gilda, interpretada por Rita Hayworth, la bella se iba quitando lenta y provocativamente sus guantes largos.
Entonces llegaron los años 80, apropiadamente denominados “la era Reagan”. Fue una época salvaje para seguir las noticias y dibujar cómics. Una época de amenazas terribles, fuerzas poderosas y acontecimientos increíblemente ridículos. El crimen callejero se disparó. Igual que la comedia. Fue una época furiosa, amarga y divertidísima.

La televisión demostró lo estúpida que podía ser. Al menos durante un momento.
Como lector ávido de periódicos, me impactaron dos cosas. La primera, que el mundo se había vuelto loco. “¡No te puedes inventar esto!”, resonaba en mi cabeza. La segunda, que todos los periódicos excepto el New York Times tenían tiras diarias que, sin trivializar lo que estaba pasando, demostraban lo poderosos que pueden ser el ingenio, la pluma y el papel.

El regreso del Caballero Oscuro es, por supuesto, una historia de Batman. Lo que intenté fue usar el mundo azotado por el crimen que me rodeaba para mostrar un mundo que necesitaba a un genio obsesivo, hercúleo y medio loco para imponer el orden. Pero esa solo era la mitad del trabajo. No me guardé el peor veneno para el Joker o para Dos Caras, sino para las sosas y complacientes cabezas parlantes que narraban de forma tan pobre los enormes conflictos de la época. ¿Qué haría esa gente diminuta si los gigantes caminaran por la Tierra? ¿Cómo verían a un héroe poderoso, exigente e impertinente?
¿O a un villano con el alma más negra que la muerte?
Pasaron 15 años. Y lo descubrí.

Estaba a mitad de El contraataque del Caballero Oscuro cuando se derrumbaron las Torres Gemelas y miles de mis vecinos fueron asesinados.
Había planeado el cómic como una loa al superhéroe, un juego cariñoso con los iconos de mi niñez adornado, por supuesto, con la burla de cómo internet, pese a su gran valor, había rebajado de algún modo el nivel del discurso público hasta más allá de las profundidades de la televisión. Debía criticar esa cibertorre de Babel.
Pero se trataba ante todo de una historia de Batman. De superhéroes. Y al escribirla y dibujarla, sin saber lo que se avecinaba, hice que Batman estrellara su batmóvil contra un rascacielos, e hice que un robot gigante destrozara el centro de Metropolis.
Y luego llegó en 11-S.
De ahí el cambio abrupto del tono hacia lo apocalíptico justo en mitad de la historia. Como los medios son un sujeto tan importante en la serie del Caballero Oscuro, quería que la transición fuera discordante y cruda.

Quería que los héroes de trajes brillantes y sus lectores saboreasen ese horrible polvo que llenó los pulmones de los neoyorquinos durante meses.
Pero nunca olvidé cuál era mi trabajo. Los héroes siempre hacen lo que deben: perseveran o mueren en el intento.
¿Y los medios?
Bueno, digamos que hemos oído demasiadas cosas sobre Paris Hilton.


Frank Miller
Nueva York, 2006