La segunda parte de la década de los años ochenta fue una de las épocas doradas de DC Comics. La renovación general propiciada por Crisis en Tierras Infinitas había logrado atraer a nuevos lectores con la excusa de una continuidad nueva y, no nos engañemos, con la presencia de una pléyade de autores en plena ebullición creativa. Como ya sabemos a estas alturas de la presente colección, John Byrne fue uno de los más prolíficos, ya que se encargó no solo de las series de Superman sino también de otros proyectos puntuales como Legends. Gracias a la libertad creativa que le había concedido la editorial, y sin la cual jamás se habría subido al barco, el guionista y dibujante llevó al Hombre de Acero a unas cotas de calidad insospechadas que pasaban por aceptar una premisa muy sencilla: humanizar al protagonista. Y para ello, eran cruciales dos cosas: que tuviera poderes más limitados y que los Kent, sus padres adoptivos, siguieran vivos para ponerle los pies en la tierra de Kansas donde se había criado. Así, su origen kryptoniano era, por así decirlo, una mera circunstancia, y poco se profundizó en las costumbres de su planeta natal hasta 1987.
Aquel año, DC Comics publicó una miniserie titulada World of Krypton (El mundo de Krypton) cuyo objetivo era, precisamente, ofrecer a los lectores un relato de primera mano que explicara las costumbres y los aspectos fundamentales de la historia del malogrado planeta. Y qué mejor formato para hacerlo que las series limitadas que tan buen resultado habían dado a la editorial desde que lanzaran la primera de ellas en 1979 para contar historias que era arriesgado publicar en una colección mensual. Aquella pionera se titulaba... World of Krypton. Casualidades de la vida, el relato de Paul Kupperberg (que nos explica la génesis del proyecto en la introducción de este mismo volumen) tenía un objetivo similar, pero los tiempos habían cambiado mucho. El Krypton próspero anterior a Crisis en Tierras Infinitas había dado paso a la visión aséptica e impersonal de Byrne. Como sabemos, el autor optó por un mundo desangelado poblado por seres que habían logrado la inmortalidad gracias a la ciencia y que ya no necesitaban reproducirse. Y los pocos bebés que nacían se creaban en un laboratorio, la Cámara de Gestación, a partir del código genético de unos padres que ni siquiera se conocían.
No hace falta decir que aquella concepción de Krypton, tan alejada de los coches voladores y los perritos mascota de antaño, despertó la curiosidad de los lectores de la época. Y la editorial quiso satisfacerlos con una miniserie de cuatro entregas escrita por el propio Byrne, cuya capacidad de trabajo era inhumana. Allí conocíamos a un  antepasado de Superman que se metía de lleno en la Guerra por los Derechos de los Clones, la larguísima trifulca que había provocado la apatía social que intuíamos al principio de Man of Steel cuando Jor-El y una Lara patidifusa metían la matriz de Kal-El en un cohete que lo llevaría a la Tierra, un mundo cuyos habitantes llevaban el torso descubierto y tocaban el suelo con los pies descalzos. Una barbaridad para los estándares kryptonianos.
Y si Van-L, protagonista de El mundo de Krypton en primera instancia, contaba con una compañera de viaje, Byrne también necesitaba ayuda. Al fin y al cabo, dibujaba dos series mensuales (Superman y Action Comics) y escribía tres (las anteriores más Adventures of Superman tras la marcha airada y polémica de Marv Wolfman). El elegido fue Mike Mignola (1960), un artista que aún no era demasiado conocido aunque apuntara maneras. Había empezado su carrera ilustrando portadas de la revista Comic Reader
y entintando diversas series de Marvel Comics, donde empezó a destacar también como dibujante. El mundo de Krypton fue su primer trabajo para DC, si bien solo se encargó de los bocetos durante los tres primeros capítulos. Un año después, en 1988, se hizo cargo de otra miniserie, Odisea cósmica, donde lució un estilo pleno ilustrando los guiones de Jim Starlin.
El proyecto, como casi todo lo que Byrne tocaba en aquella época, fue un rotundo éxito que animó a la editorial a seguir explotando la idea en dos miniseries posteriores, World of Smallville y World of Metropolis, con lo cual se completaba una trilogía oficiosa que profundizaba en todos los “hogares” del Hombre de Acero. Mignola ya no participó en las secuelas, que tuvieron un aspecto más clásico aportado por dos leyendas como eran Kurt Schaffenberger, el mítico dibujante de Lois Lane: Superman’s Girlfriend, y Win Mortimer, otro veterano de la franquicia. Por supuesto, Byrne aportó las portadas como reclamo comercial, igual que había hecho en El mundo de Krypton, que aún hoy en día tiene cierta curiosidad histórica. Y es que los diversos relanzamientos experimentados por Superman desde 1987 invalidaron aquel Krypton de Byrne y Mignola, pero hubo elementos que se han mantenido y explotado incluso décadas después de su publicación. No en vano, la polémica sobre los derechos y la condición de los clones (o “clonuchos”, según Van-L) fue una de las bases que cimentaron la animadversión que la Supergirl del Nuevo Universo DC, la actual, siente hacia Superboy. Además, el hecho de que Krypton viviera una larga guerra no fue más que el principio del relato de una historia controvertida que demostraba que, si sus habitantes habían terminado sumidos en la apatía, por algo era.
El mundo de Krypton ocupa buena parte de esta sexta entrega de la recopilación de la etapa de Byrne, pero no debemos olvidar en estas líneas el resto del volumen. Y es que, si a DC le estaba funcionando bien el concepto de miniseries, no le iba peor con el de los eventos editoriales. Después del pistoletazo de salida (para algunos, la apertura de la caja de los truenos) que fue Crisis en Tierras Infinitas, Legends confirmó que los lectores adoraban las historias protagonizadas por personajes que no acostumbraban a trabajar juntos para derrotar a un enemigo común. Así pues, en 1988, llegó el momento de Millennium (Milenio), que supuso un paso más en la evolución del subgénero.
Si sus predecesoras se habían circunscrito a una serie limitada central y a diversas aportaciones de contadas colecciones mensuales, en el caso que nos ocupa todos los títulos de la editorial se relacionaron con la trama durante dos meses. Así, mientras Steve Englehart y Joe Staton relataban los hechos principales en una miniserie semanal, los demás autores debían hacer auténticos malabares para encajar en sus argumentos algo que tuviera que ver directa o remotamente con el evento.
La excusa para semejante ejercicio de interacción fue que los Manhunters, los villanos de la saga, habían infiltrado a agentes, fueran androides o humanos hipnotizados, en la vida de los superhéroes de la Tierra. Su objetivo era impedir que sus antiguos amos, los Guardianes del Universo, ayudaran a la humanidad a dar un notable salto evolutivo con la llegada del nuevo milenio. Y claro, si los “elegidos” para inaugurar la nueva raza contaban con protectores como Batman, los Titanes o los Outsiders, poco podrían hacer para impedirlo, y los infiltrados eran una idea excelente. La editorial promocionó el evento durante meses y fomentó la especulación sobre la identidad de los traidores. Imaginemos cuánta tinta digital habría corrido si esto se hubiera publicado en la época de internet.
A partir de aquí, los diferentes autores y editores tuvieron que arreglárselas para satisfacer las expectativas, y los resultados fueron irregulares. Por ejemplo, en Justice League International, la identidad del Manhunter dio lugar a una batalla apoteósica. Sin embargo, en Wonder Woman, George Pérez no fue capaz de resolver la historia con solvencia; no en vano, se encontraba sumido en una extensa saga en que Diana de Themyscira había viajado a las entrañas de Isla Paraíso, con lo cual resultaba absurdo que saliera como si nada de allí para enfrentarse a unos androides alienígenas.
Llegamos así al caso de Superman. Teniendo en cuenta que el héroe contaba con tres colecciones, todas escritas ya por Byrne, un Manhunter en la vida del protagonista se quedaba corto. Así pues, el guionista dio un hábil golpe de efecto en Superman núm. 13 en el que profundizó para demostrar que nada era lo que parecía y que a Clark Kent no lo vigilaba tan solo un androide. Ya de paso, realizó un polémico ejercicio de continuidad retroactiva para que Millennium no pasara de puntillas por la mitología del Hombre de Acero. No en vano, los Manhunters habían tenido mucha importancia en su vida.
A pesar de lo anterior, Byrne no pudo exprimir el asunto más allá del primer mes del evento. Así pues, el segundo mes de Millennium ya se alejó del tema de la identidad del traidor (o los traidores) para abordar otros aspectos de la trama principal que, por otra parte, fueron esenciales para el desarrollo de la misma. No obstante, eso ya lo veremos en el próximo volumen, donde seguiremos disfrutando de una de las etapas más trabajadas de la historia del Último Hijo de Krypton.
Fran San Rafael
Artículo publicado originalmente en las páginas de Grandes autores de Superman: John Byrne - Superman: El Hombre de Acero vol. 6.


Aquel año, DC Comics publicó una miniserie titulada World of Krypton (El mundo de Krypton) cuyo objetivo era, precisamente, ofrecer a los lectores un relato de primera mano que explicara las costumbres y los aspectos fundamentales de la historia del malogrado planeta. Y qué mejor formato para hacerlo que las series limitadas que tan buen resultado habían dado a la editorial desde que lanzaran la primera de ellas en 1979 para contar historias que era arriesgado publicar en una colección mensual. Aquella pionera se titulaba... World of Krypton. Casualidades de la vida, el relato de Paul Kupperberg (que nos explica la génesis del proyecto en la introducción de este mismo volumen) tenía un objetivo similar, pero los tiempos habían cambiado mucho. El Krypton próspero anterior a Crisis en Tierras Infinitas había dado paso a la visión aséptica e impersonal de Byrne. Como sabemos, el autor optó por un mundo desangelado poblado por seres que habían logrado la inmortalidad gracias a la ciencia y que ya no necesitaban reproducirse. Y los pocos bebés que nacían se creaban en un laboratorio, la Cámara de Gestación, a partir del código genético de unos padres que ni siquiera se conocían.
No hace falta decir que aquella concepción de Krypton, tan alejada de los coches voladores y los perritos mascota de antaño, despertó la curiosidad de los lectores de la época. Y la editorial quiso satisfacerlos con una miniserie de cuatro entregas escrita por el propio Byrne, cuya capacidad de trabajo era inhumana. Allí conocíamos a un  antepasado de Superman que se metía de lleno en la Guerra por los Derechos de los Clones, la larguísima trifulca que había provocado la apatía social que intuíamos al principio de Man of Steel cuando Jor-El y una Lara patidifusa metían la matriz de Kal-El en un cohete que lo llevaría a la Tierra, un mundo cuyos habitantes llevaban el torso descubierto y tocaban el suelo con los pies descalzos. Una barbaridad para los estándares kryptonianos.
Y si Van-L, protagonista de El mundo de Krypton en primera instancia, contaba con una compañera de viaje, Byrne también necesitaba ayuda. Al fin y al cabo, dibujaba dos series mensuales (Superman y Action Comics) y escribía tres (las anteriores más Adventures of Superman tras la marcha airada y polémica de Marv Wolfman). El elegido fue Mike Mignola (1960), un artista que aún no era demasiado conocido aunque apuntara maneras. Había empezado su carrera ilustrando portadas de la revista Comic Reader
y entintando diversas series de Marvel Comics, donde empezó a destacar también como dibujante. El mundo de Krypton fue su primer trabajo para DC, si bien solo se encargó de los bocetos durante los tres primeros capítulos. Un año después, en 1988, se hizo cargo de otra miniserie, Odisea cósmica, donde lució un estilo pleno ilustrando los guiones de Jim Starlin.
El proyecto, como casi todo lo que Byrne tocaba en aquella época, fue un rotundo éxito que animó a la editorial a seguir explotando la idea en dos miniseries posteriores, World of Smallville y World of Metropolis, con lo cual se completaba una trilogía oficiosa que profundizaba en todos los “hogares” del Hombre de Acero. Mignola ya no participó en las secuelas, que tuvieron un aspecto más clásico aportado por dos leyendas como eran Kurt Schaffenberger, el mítico dibujante de Lois Lane: Superman’s Girlfriend, y Win Mortimer, otro veterano de la franquicia. Por supuesto, Byrne aportó las portadas como reclamo comercial, igual que había hecho en El mundo de Krypton, que aún hoy en día tiene cierta curiosidad histórica. Y es que los diversos relanzamientos experimentados por Superman desde 1987 invalidaron aquel Krypton de Byrne y Mignola, pero hubo elementos que se han mantenido y explotado incluso décadas después de su publicación. No en vano, la polémica sobre los derechos y la condición de los clones (o “clonuchos”, según Van-L) fue una de las bases que cimentaron la animadversión que la Supergirl del Nuevo Universo DC, la actual, siente hacia Superboy. Además, el hecho de que Krypton viviera una larga guerra no fue más que el principio del relato de una historia controvertida que demostraba que, si sus habitantes habían terminado sumidos en la apatía, por algo era.
El mundo de Krypton ocupa buena parte de esta sexta entrega de la recopilación de la etapa de Byrne, pero no debemos olvidar en estas líneas el resto del volumen. Y es que, si a DC le estaba funcionando bien el concepto de miniseries, no le iba peor con el de los eventos editoriales. Después del pistoletazo de salida (para algunos, la apertura de la caja de los truenos) que fue Crisis en Tierras Infinitas, Legends confirmó que los lectores adoraban las historias protagonizadas por personajes que no acostumbraban a trabajar juntos para derrotar a un enemigo común. Así pues, en 1988, llegó el momento de Millennium (Milenio), que supuso un paso más en la evolución del subgénero.
Si sus predecesoras se habían circunscrito a una serie limitada central y a diversas aportaciones de contadas colecciones mensuales, en el caso que nos ocupa todos los títulos de la editorial se relacionaron con la trama durante dos meses. Así, mientras Steve Englehart y Joe Staton relataban los hechos principales en una miniserie semanal, los demás autores debían hacer auténticos malabares para encajar en sus argumentos algo que tuviera que ver directa o remotamente con el evento.
La excusa para semejante ejercicio de interacción fue que los Manhunters, los villanos de la saga, habían infiltrado a agentes, fueran androides o humanos hipnotizados, en la vida de los superhéroes de la Tierra. Su objetivo era impedir que sus antiguos amos, los Guardianes del Universo, ayudaran a la humanidad a dar un notable salto evolutivo con la llegada del nuevo milenio. Y claro, si los “elegidos” para inaugurar la nueva raza contaban con protectores como Batman, los Titanes o los Outsiders, poco podrían hacer para impedirlo, y los infiltrados eran una idea excelente. La editorial promocionó el evento durante meses y fomentó la especulación sobre la identidad de los traidores. Imaginemos cuánta tinta digital habría corrido si esto se hubiera publicado en la época de internet.
A partir de aquí, los diferentes autores y editores tuvieron que arreglárselas para satisfacer las expectativas, y los resultados fueron irregulares. Por ejemplo, en Justice League International, la identidad del Manhunter dio lugar a una batalla apoteósica. Sin embargo, en Wonder Woman, George Pérez no fue capaz de resolver la historia con solvencia; no en vano, se encontraba sumido en una extensa saga en que Diana de Themyscira había viajado a las entrañas de Isla Paraíso, con lo cual resultaba absurdo que saliera como si nada de allí para enfrentarse a unos androides alienígenas.
Llegamos así al caso de Superman. Teniendo en cuenta que el héroe contaba con tres colecciones, todas escritas ya por Byrne, un Manhunter en la vida del protagonista se quedaba corto. Así pues, el guionista dio un hábil golpe de efecto en Superman núm. 13 en el que profundizó para demostrar que nada era lo que parecía y que a Clark Kent no lo vigilaba tan solo un androide. Ya de paso, realizó un polémico ejercicio de continuidad retroactiva para que Millennium no pasara de puntillas por la mitología del Hombre de Acero. No en vano, los Manhunters habían tenido mucha importancia en su vida.
A pesar de lo anterior, Byrne no pudo exprimir el asunto más allá del primer mes del evento. Así pues, el segundo mes de Millennium ya se alejó del tema de la identidad del traidor (o los traidores) para abordar otros aspectos de la trama principal que, por otra parte, fueron esenciales para el desarrollo de la misma. No obstante, eso ya lo veremos en el próximo volumen, donde seguiremos disfrutando de una de las etapas más trabajadas de la historia del Último Hijo de Krypton.
Fran San Rafael
Artículo publicado originalmente en las páginas de Grandes autores de Superman: John Byrne - Superman: El Hombre de Acero vol. 6.