En la última década del siglo XIX, el narrador Herbert George Wells amplió el catálogo de lo milagroso mediante la composición de un puñado de obras espléndidas. Como cuadraba a quien escribía desde el ocaso de un siglo casi muerto, todos los milagros que inventó eran crepusculares o tenebrosos. Imaginó la llegada del hombre a la Luna, fabuló la invasión de la Tierra por una raza de seres procedentes de Marte, fantaseó sobre la existencia de un hombre invisible que dormía “como” con los ojos abiertos porque sus párpados transparentes no lo protegían de la luz. Incluso registró el futuro remoto mediante la invención fantástica de una máquina del tiempo. Entre sus novelas más memorables figura La isla del Dr. Moreau, publicada originalmente en 1896. Desde su aparición, esta obra rompió los límites del medio en que fue creada. Y no solo se expandió al mundo del cine, donde fue adaptada en múltiples ocasiones (destacando La isla de las almas perdidas, dirigida en 1932 por Erle C. Kenton con un soberbio Charles Laughton en el papel del glacial vivisector). También conquistó el campo de la historieta, como demuestra JLA: La isla del Dr. Moreau, escrita por el guionista estadounidense Roy Thomas (Misuri, 1940) y dibujada por el artista británico Steve Pugh (Birmingham, 1966).
Publicada en 2002, JLA: La isla del Dr. Moreau posee entre otras virtudes la de reunir en un único volumen a tres figuras legendarias: el Dr. Moreau, Jack el Destripador y Roy Thomas. El primero es una criatura de ficción. El segundo, un asesino real cuya verdadera identidad es un misterio que ha estimulado la imaginación (y el morbo) de generaciones de curiosos. El tercero es uno de los guionistas más prestigiosos en la industria de los cómics.
Su infancia transcurrió en la época dorada de los superhéroes: los años cuarenta. Esta circunstancia marcó su vida. Rodeado de revistas repletas de héroes enmascarados, se convirtió muy pronto en devoto de sus aventuras (especialmente las de la Sociedad de la Justicia de América). A principios de los sesenta, trabajaba como profesor de inglés en un instituto de Misuri. Simultáneamente, alimentaba su vocación participando en los círculos de aficionados a la historieta que, por entonces, florecían por toda la geografía de Estados Unidos. Incluso llegó a fundar un fanzine —llamado Alter Ego— dedicado al estudio (y, sobre todo, a la exaltación) de los superhéroes. Los directivos de DC se percataron de su talento y le ofrecieron un puesto como asistente del editor Mort Weisinger, empleo que el joven aprendiz de escritor abandonó a las pocas semanas para trabajar como director adjunto del mítico Stan Lee en Marvel Comics.
Su ascensión en la Casa de las Ideas fue meteórica. En pocos años se hizo cargo de casi todas las cabeceras que Lee abandonaba para dedicarse a la consolidación de su imperio editorial. En aquella época, Thomas firmó centenares de páginas memorables en series como Doctor Strange, Daredevil, The Avengers y, sobre todo, X-Men (donde, junto a Neal Adams, escribió un ramillete de episodios que algunos consideran el canto del cisne de los superhéroes en su Edad de Plata). Pero su encargo más célebre para Marvel fue Conan the Barbarian (1970), que desató la fiebre por los relatos de “espada y brujería” y se convirtió durante décadas en una de las franquicias más lucrativas de la editorial.
Thomas volvió a DC Comics en 1981. Durante años escribió historias sobre los héroes más veteranos de la casa. También sobre otros nuevos, como los protagonistas de Atari Force, serie de ciencia ficción concebida junto al escritor Gerry Conway y los colosales dibujantes Ross Andru y Gil Kane como regalo por la compra de videojuegos. Pero el guionista de Misuri consagró lo más personal de su obra en DC a homenajear sus lecturas de infancia. Especialmente en la serie All-Star Squadron (y sus herederas Infinity Inc. y Young All-Stars), donde historió las hazañas de la Sociedad de la Justicia de América demostrando con ello un conocimiento enciclopédico sobre la materia.
El cambio de milenio encontró a Thomas en plena forma. Entre sus proyectos para DC, sobresalían tres títulos integrados en la línea Otros Mundos donde Thomas introducía a los personajes del cosmos DC en el argumento de sendas obras maestras de la literatura y el cine de la ciencia ficción. El resultado fueron los álbumes Superman: Metropolis, Superman: La guerra de los mundos (que, dibujado por Michael Lark en 1998, fue publicado por ECC el año pasado) y JLA: La isla del Dr. Moreau. Evidentemente, no se trataba de meras adaptaciones. Para demostrarlo —en la obra que nos ocupa— basta advertir las diferencias entre el argumento de la novela original y el del cómic.
En la obra de Wells, el narrador es Edward Prendick, un aristócrata inglés víctima de un naufragio. A la deriva durante días, es rescatado por un buque mercante y trasladado a una isla que no figura en los mapas. El islote es propiedad de un tal Moreau, científico eminente que se vio obligado a huir de Inglaterra cuando se descubrió que practicaba atroces experimentos con animales. A salvo de miradas indiscretas, el fisiólogo prosiguió sus investigaciones llevándolas tan lejos como pudo. El resultado fue una raza de hombres bestiales a los que controlaba mediante el miedo y la imposición de un credo servil llamado “la Ley”. La llegada de Prendick a la isla precede en pocos meses a la muerte del doctor. Esa defunción destruye la finísima barrera de inhibiciones que el científico había levantado en la mente de sus criaturas. Sin ese obstáculo, los híbridos revierten gradualmente a su estado primigenio. Finalmente, Prendick abandona la isla y vuelve a la civilización. Pero la experiencia lo ha vuelto desconfiado. Bajo el camuflaje de la moral y el progreso, percibe en el alma de sus semejantes una bestia agazapada, tan instintiva, irracional y demoníaca como las criaturas que Moreau había conjurado.
En JLA: La isla del Dr. Moreau, el narrador también es un náufrago. También es rescatado y conducido a una isla remota. También conoce a un vivisector llamado Moreau que ha creado una raza híbrida. Pero ahí acaban las semejanzas con la novela. En el cómic, el doctor ha diseñado un puñado de seres excepcionales al mando del cual vuelve a Gran Bretaña con objeto de proseguir sus investigaciones. Pero, antes de reanudarlas, debe superar los recelos de la comunidad científica y de la opinión pública. Para ello, lanza a sus servidores —conocidos como “Justicieros de la Ley de los Aleccionados”— a la caza de Jack el Destripador. Sin embargo, la captura del popular asesino culminará con algunas revelaciones que dinamitarán su trabajo y pondrán en riesgo su vida.
Si a Thomas le debemos un argumento repleto de monstruosidades, a Steve Pugh le debemos que ese repertorio de abominaciones resulte creíble. Dibujante naturalmente inclinado a la representación de lo grotesco, Pugh había demostrado durante su larga estancia en Animal Man (entre 1992 y 1995) su maestría a la hora de transformar el reino natural en un mundo fantasmagórico. Admirador de sólidos artistas británicos como Frank Bellamy y Ron Embleton, firmó en JLA: La isla del Dr. Moreau un trabajo notable en la caracterización de los personajes. Especialmente en los bestiales servidores del doctor. Como corresponde a un título inserto en la línea Otros Mundos, estos seres recuerdan a sus contrapartidas heroicas en el Universo DC. Pero, gracias al trazo del artista inglés, adquieren una apariencia realmente inquietante y, en sus momentos más brillantes, vemos cómo emergen en ellos los instintos irracionales que el Dr. Moreau había ahogado en años de dolor, cirugía y condicionamiento psicológico.
Nacida en el amanecer de un siglo nuevo, JLA: La isla del Dr. Moreau es, sin embargo, una obra pesimista y crepuscular. ¿A qué se debe? Evidentemente, al influjo de la obra original. Pero también al talento combinado de Roy Thomas y Steve Pugh. Como Wells, han ampliado el cómputo de los milagros para recordarnos los abismos de barbarie que alberga el espíritu humano.
Jorge García
Artículo publicado originalmente en las páginas de JLA: La isla del Dr. Moreau.

Publicada en 2002, JLA: La isla del Dr. Moreau posee entre otras virtudes la de reunir en un único volumen a tres figuras legendarias: el Dr. Moreau, Jack el Destripador y Roy Thomas. El primero es una criatura de ficción. El segundo, un asesino real cuya verdadera identidad es un misterio que ha estimulado la imaginación (y el morbo) de generaciones de curiosos. El tercero es uno de los guionistas más prestigiosos en la industria de los cómics.
Su infancia transcurrió en la época dorada de los superhéroes: los años cuarenta. Esta circunstancia marcó su vida. Rodeado de revistas repletas de héroes enmascarados, se convirtió muy pronto en devoto de sus aventuras (especialmente las de la Sociedad de la Justicia de América). A principios de los sesenta, trabajaba como profesor de inglés en un instituto de Misuri. Simultáneamente, alimentaba su vocación participando en los círculos de aficionados a la historieta que, por entonces, florecían por toda la geografía de Estados Unidos. Incluso llegó a fundar un fanzine —llamado Alter Ego— dedicado al estudio (y, sobre todo, a la exaltación) de los superhéroes. Los directivos de DC se percataron de su talento y le ofrecieron un puesto como asistente del editor Mort Weisinger, empleo que el joven aprendiz de escritor abandonó a las pocas semanas para trabajar como director adjunto del mítico Stan Lee en Marvel Comics.
Su ascensión en la Casa de las Ideas fue meteórica. En pocos años se hizo cargo de casi todas las cabeceras que Lee abandonaba para dedicarse a la consolidación de su imperio editorial. En aquella época, Thomas firmó centenares de páginas memorables en series como Doctor Strange, Daredevil, The Avengers y, sobre todo, X-Men (donde, junto a Neal Adams, escribió un ramillete de episodios que algunos consideran el canto del cisne de los superhéroes en su Edad de Plata). Pero su encargo más célebre para Marvel fue Conan the Barbarian (1970), que desató la fiebre por los relatos de “espada y brujería” y se convirtió durante décadas en una de las franquicias más lucrativas de la editorial.
Thomas volvió a DC Comics en 1981. Durante años escribió historias sobre los héroes más veteranos de la casa. También sobre otros nuevos, como los protagonistas de Atari Force, serie de ciencia ficción concebida junto al escritor Gerry Conway y los colosales dibujantes Ross Andru y Gil Kane como regalo por la compra de videojuegos. Pero el guionista de Misuri consagró lo más personal de su obra en DC a homenajear sus lecturas de infancia. Especialmente en la serie All-Star Squadron (y sus herederas Infinity Inc. y Young All-Stars), donde historió las hazañas de la Sociedad de la Justicia de América demostrando con ello un conocimiento enciclopédico sobre la materia.
El cambio de milenio encontró a Thomas en plena forma. Entre sus proyectos para DC, sobresalían tres títulos integrados en la línea Otros Mundos donde Thomas introducía a los personajes del cosmos DC en el argumento de sendas obras maestras de la literatura y el cine de la ciencia ficción. El resultado fueron los álbumes Superman: Metropolis, Superman: La guerra de los mundos (que, dibujado por Michael Lark en 1998, fue publicado por ECC el año pasado) y JLA: La isla del Dr. Moreau. Evidentemente, no se trataba de meras adaptaciones. Para demostrarlo —en la obra que nos ocupa— basta advertir las diferencias entre el argumento de la novela original y el del cómic.
En la obra de Wells, el narrador es Edward Prendick, un aristócrata inglés víctima de un naufragio. A la deriva durante días, es rescatado por un buque mercante y trasladado a una isla que no figura en los mapas. El islote es propiedad de un tal Moreau, científico eminente que se vio obligado a huir de Inglaterra cuando se descubrió que practicaba atroces experimentos con animales. A salvo de miradas indiscretas, el fisiólogo prosiguió sus investigaciones llevándolas tan lejos como pudo. El resultado fue una raza de hombres bestiales a los que controlaba mediante el miedo y la imposición de un credo servil llamado “la Ley”. La llegada de Prendick a la isla precede en pocos meses a la muerte del doctor. Esa defunción destruye la finísima barrera de inhibiciones que el científico había levantado en la mente de sus criaturas. Sin ese obstáculo, los híbridos revierten gradualmente a su estado primigenio. Finalmente, Prendick abandona la isla y vuelve a la civilización. Pero la experiencia lo ha vuelto desconfiado. Bajo el camuflaje de la moral y el progreso, percibe en el alma de sus semejantes una bestia agazapada, tan instintiva, irracional y demoníaca como las criaturas que Moreau había conjurado.
En JLA: La isla del Dr. Moreau, el narrador también es un náufrago. También es rescatado y conducido a una isla remota. También conoce a un vivisector llamado Moreau que ha creado una raza híbrida. Pero ahí acaban las semejanzas con la novela. En el cómic, el doctor ha diseñado un puñado de seres excepcionales al mando del cual vuelve a Gran Bretaña con objeto de proseguir sus investigaciones. Pero, antes de reanudarlas, debe superar los recelos de la comunidad científica y de la opinión pública. Para ello, lanza a sus servidores —conocidos como “Justicieros de la Ley de los Aleccionados”— a la caza de Jack el Destripador. Sin embargo, la captura del popular asesino culminará con algunas revelaciones que dinamitarán su trabajo y pondrán en riesgo su vida.
Si a Thomas le debemos un argumento repleto de monstruosidades, a Steve Pugh le debemos que ese repertorio de abominaciones resulte creíble. Dibujante naturalmente inclinado a la representación de lo grotesco, Pugh había demostrado durante su larga estancia en Animal Man (entre 1992 y 1995) su maestría a la hora de transformar el reino natural en un mundo fantasmagórico. Admirador de sólidos artistas británicos como Frank Bellamy y Ron Embleton, firmó en JLA: La isla del Dr. Moreau un trabajo notable en la caracterización de los personajes. Especialmente en los bestiales servidores del doctor. Como corresponde a un título inserto en la línea Otros Mundos, estos seres recuerdan a sus contrapartidas heroicas en el Universo DC. Pero, gracias al trazo del artista inglés, adquieren una apariencia realmente inquietante y, en sus momentos más brillantes, vemos cómo emergen en ellos los instintos irracionales que el Dr. Moreau había ahogado en años de dolor, cirugía y condicionamiento psicológico.
Nacida en el amanecer de un siglo nuevo, JLA: La isla del Dr. Moreau es, sin embargo, una obra pesimista y crepuscular. ¿A qué se debe? Evidentemente, al influjo de la obra original. Pero también al talento combinado de Roy Thomas y Steve Pugh. Como Wells, han ampliado el cómputo de los milagros para recordarnos los abismos de barbarie que alberga el espíritu humano.
Jorge García
Artículo publicado originalmente en las páginas de JLA: La isla del Dr. Moreau.