Brian Azzarello y Eduardo Risso llevan quince años creando historias para DC Comics. Desde la publicación de su primera colaboración, la miniserie de cuatro números Johnny Double, el tándem ha cultivado incansablemente los resortes del género negro, ya sea en su vertiente más genuina (en la ya histórica cabecera 100 Balas, que tantos reconocimientos y seguidores les ha granjeado) como en una conveniente hibridación con la temática super-heroica (principalmente alrededor del personaje de Batman, en títulos como Ciudad rota, Wednesday Comics o Batman - Flashpoint: El caballero de la venganza). Es precisamente por ello que en un primer contacto sorprende tanto el aparente giro de timón que ambos autores dan a su carrera conjunta en Spaceman: pocos podían imaginar que el siguiente tebeo de creación propia firmado por Azzarello y Risso narraría la odisea de un astronauta genéticamente modificado en un futuro distópico donde las más funestas predicciones de los científicos de nuestro tiempo se han hecho realidad.
Sin embargo, por inesperado que resulte el género elegido para enmarcar este argumento, el leit motiv sobre el que se construye Spaceman responde una vez más a las obsesiones recurrentes de su guionista. La codicia humana, la misma que enfrentaba entre sí a las trece casas del Trust en 100 Balas, aparece de nuevo aquí retratada en los comportamientos de los diversos personajes que pueblan la ciudad sumergida por las aguas tras un catastrófico cambio climático. Como en las mejores obras de género criminal, los distintos integrantes de la trama persiguen el dinero, la celebridad o el prestigio profesional, encarnados aquí en la posesión de una niña, Tara, que ejerce de codiciado Halcón Maltés en una sucesión de alianzas forzosas y traiciones desesperadas. Es esta la misma clase de codicia que lleva a la humanidad a cultivar en un laboratorio forzudos seres simiescos que serán explotados en una conquista espacial que responde a la siguiente fase del modelo de expansión capitalista. Y será también esa misma ambición por las riquezas la que conducirá a estos astronautas probeta a un conflicto interno dentro de su propia expedición a causa del alimento primigenio de la codicia: el oro.
Sin embargo, por inesperado que resulte el género elegido para enmarcar este argumento, el leit motiv sobre el que se construye Spaceman responde una vez más a las obsesiones recurrentes de su guionista. La codicia humana, la misma que enfrentaba entre sí a las trece casas del Trust en 100 Balas, aparece de nuevo aquí retratada en los comportamientos de los diversos personajes que pueblan la ciudad sumergida por las aguas tras un catastrófico cambio climático. Como en las mejores obras de género criminal, los distintos integrantes de la trama persiguen el dinero, la celebridad o el prestigio profesional, encarnados aquí en la posesión de una niña, Tara, que ejerce de codiciado Halcón Maltés en una sucesión de alianzas forzosas y traiciones desesperadas. Es esta la misma clase de codicia que lleva a la humanidad a cultivar en un laboratorio forzudos seres simiescos que serán explotados en una conquista espacial que responde a la siguiente fase del modelo de expansión capitalista. Y será también esa misma ambición por las riquezas la que conducirá a estos astronautas probeta a un conflicto interno dentro de su propia expedición a causa del alimento primigenio de la codicia: el oro.
La incisiva mirada de Azzarello solo parece enternecerse al retratar la inocencia infantil, y es por ello que el escritor rodea al hombre del espacio de una dickensiana banda de pillos que despiertan su lado más noble y altruista. Aunque ni siquiera estos conatos de integridad conseguirán endulzar el más desesperanzado de los finales felices. Porque, más allá de géneros y apariencias, Spaceman es una mirada sin concesiones a la naturaleza egoísta del ser humano: una fábula de moraleja esquiva que viaja en el tiempo y el espacio sin levantar jamás los pies del frío suelo de nuestra realidad más inmediata.
Jero Piñeiro