Cuando era pequeño, Batman y Superman eran los únicos superhéroes que había. Era allá por la época prehistórica de finales de los años cincuenta.
Sí, había más personajes con superpoderes dando vueltas por ahí, Aquaman, Green Arrow y el Detective Marciano, pero solo se podían encontrar en las historias de complemento de cinco páginas de Detective, Adventure y otros pocos cómics. Los únicos tíos con sus propios cómics eran Superman y Batman. Oh, sí, DC tenía a esa chica llamada Wonder Woman, pero sus cómics eran exclusivamente para chicas. No me los habría leído ni muerto. Así que mi iniciación en las hazañas de los bienhechores en calzoncillos largos llegó a manos de dos veteranos, los únicos supervivientes de los héroes que abundaban en los años cuarenta.
A decir verdad, cuando era pequeño me gustaba Superman más que Batman, curiosa confesión para un chico que al crecer hizo lo que cree que son algunos de sus mejores trabajos escribiendo historias del caballero de orejas puntiagudas. No es que las historias de Superman de los años cincuenta fueran menos ingenuas y tontas que las de Batman; era solo que Superman se adaptó mejor al insulso programa que se le impuso. Es decir, yo solo era un niño, pero incluso yo sabía que la representación de Batman de la vida criminal dejaba mucho que desear. Pero me quedé con él. ¿Qué otra opción tenía? Cuando necesitas a un superhéroe, más vale un héroe soso que ninguno.
Lo que no sabía entonces era que unos años antes la industria del cómic había sido destripada en una serie de audiencias del Comité del Senado. Grupos de personas piadosas y biempensantes habían presionado a nuestros funcionarios electos del gobierno para que emprendieran una caza de brujas contra los creadores de cómics. El principal objetivo de este ataque contra la Primera Enmienda eran, por supuesto, los cómics de EC, grandes maestros del género de terror. Pero todo el sector sufrió a causa de estas audiencias. Las empresas se salieron del negocio, escritores y artistas respetados se vieron obligados a buscar empleo en otros campos, algunos de ellos para siempre tras negar haber tenido nada que ver con el negocio de los cómics.
Lo que quedó de la industria sobrevivió gracias a formar el llamado Comic Code, una organización autorregulada cuyo trabajo consistía (y sigue consistiendo) en velar que lo que lee el niño estadounidense sea puro y saludable. En DC, la violencia se redujo al mínimo absoluto. El sexo, que no se había mencionado jamás en ningún cómic de DC que yo conociera, se elevó a cotas absurdas de lo prohibido. ¡Cuidado con la forma en que dibujas esas naves espaciales!
Pero entonces, según me fui haciendo mayor, comenzó a pasar algo muy curioso. En algún momento a mediados de los años sesenta, Batman comenzó a madurar. Sus historias empezaron a hacerse más interesantes. Con los años, las severas restricciones aplicadas al arte comenzaron a aflojarse. Este bienvenido desarrollo solo puede serle atribuido a escritores y dibujantes de talento que lenta y sutilmente elevaron los niveles de los cómics de Batman durante esos años reemergentes. Os lo aseguro, fue como un soplo de aire fresco.
Llegaron los años setenta y me encontré entrando en el negocio de los cómics. Se produjo una superabundancia de nuevos superhéroes y una auténtica bandada de escritores y dibujantes emigraron a Nueva York para contar sus historias. Pero en medio de toda esta locura, Batman siempre se mantuvo como uno de los mejores. Sí, sin duda tuvo sus momentos muy poco gloriosos a lo largo del camino, pero sabías que con el tiempo volvería al lugar que le correspondía en lo alto de la cima. Y siempre lo hacía.
Los años ochenta trajeron una versión más adulta de los cómics. El lector había madurado y demandaba historias con más enjundia. Los escritores no dejaron pasar la oportunidad de ampliar la profundidad de los personajes que habían desarrollado y cuyos destinos ahora dirigían. Surgieron algunas cosas bastante interesantes de esta nueva libertad: La Cosa del Pantano de Moore, el Daredevil y el Batman de Miller, el Superman de Byrne y muchos otros.
Pero algo más volvió a levantar su fea cabeza a lo largo de esta década. La mojigatería comenzó a desplegar las banderas color carmesí de la censura. El fiscal general de Estados Unidos estableció una campaña de presión para limpiar el mercado de las revistas. La renacida televisión evangelista volvió a mostrar todo el mal que engendran los cómics. Tipper Gore encabezó un movimiento en contra de la industria discográfica. Y ahora, en los años noventa, los buenos reverendos Wyldman y Jesse Hels intentan destripar el Fondo Nacional de las Artes. Todo comienza a sonar terriblemente familiar, ¿no?
No podía dejar de mostrar algunas de estas tensiones en La Secta. Aquí aparece el diácono Blackfire enmascarado como líder religioso, escondiéndose tras la virtud de la moral mientras promueve sus propios intereses privados. Reconozco que sus objetivos y sus métodos son muchísimo más extremos que los de los grupos que ejercen presión en Washington, pero ambos tienen una cosa en común: ponen a Batman de rodillas.
Después de que el Comic Code se impusiera a Batman, despojó al Caballero Oscuro de su terrible ira y le obligó a ser algo que no era: una figura paterna sonriente y feliz que persigue extraterrestres alrededor de una Gotham City fluorescente. Pasaron años antes de que decididos escritores trajeran al Batman que todos conocemos y amamos. En La Secta, esa subyugación era ficticia, y Jason Todd rescató al murciélago en mucho menos tiempo, pero cuando ciertos grupos levantaron la voz preocupados por la violencia de la historia, no puede evitar sentir una punzada de déjà vu.
Pero no me malinterpretéis. No vivo bajo la fantasía de que lo que hacemos en el cómic sea literatura con mayúsculas. No producimos Ulises o Historia de dos ciudades. Lo que producimos es para el mercado del entretenimiento. De vez en cuando surge algo que da que pensar, pero ese no es el principal objetivo de esta industria. Es el entretenimiento.
Mas ya sea entretenimiento o bellas artes, no hay diferencia. La libertad de expresión está protegida por la Primera Enmienda, y tenemos que recordar que esa protección es algo por lo que tenemos que luchar. Y no creáis ni por un momento que no está el hombre del saco ahí fuera.
Hay gente que no quiere que leas historias como la que tienes en las manos. Demasiada muerte. Demasiada violencia. Demasiado horror. Forman comités en contra de este tipo de historias. Aprueban leyes prohibiendo su venta. Queman libros como este.
Su idea es volver a un tiempo más sencillo cuando todos los problemas reales y terribles a los que nos enfrentamos en estos días no existían. O al menos estaban donde tenían que estar: ocultos bajo la alfombra. Los censores creen que pueden alcanzar su meta prohibiendo algunos libros. Mata al mensajero y así el mensaje será el que tú quieras oír. Muy lógico.
Así que ahí lo tenéis. Realmente es una elección muy sencilla: podéis aceptar la influencia de la opinión pública y leer lo que es aceptable en ese momento, o plantaros y decirles que aparten sus sucias manos de los derechos recogidos en la Primera Enmienda.
Pero elijáis lo que elijáis, recordad esto: puede que lo que se elimine hoy solo se trate de un grupo de rap o de una historia de terror en un cómic. Pero puede que mañana se refieran a una novela de James Joyce o de D.H. Lawrence cuando vociferen: “¡Quemad este libro!”.
Jim Starlin
Noviembre de 1990
Artículo publicado originalmente como introducción de Grandes autores de Batman: Bernie Wrightson - La secta.
Sí, había más personajes con superpoderes dando vueltas por ahí, Aquaman, Green Arrow y el Detective Marciano, pero solo se podían encontrar en las historias de complemento de cinco páginas de Detective, Adventure y otros pocos cómics. Los únicos tíos con sus propios cómics eran Superman y Batman. Oh, sí, DC tenía a esa chica llamada Wonder Woman, pero sus cómics eran exclusivamente para chicas. No me los habría leído ni muerto. Así que mi iniciación en las hazañas de los bienhechores en calzoncillos largos llegó a manos de dos veteranos, los únicos supervivientes de los héroes que abundaban en los años cuarenta.
A decir verdad, cuando era pequeño me gustaba Superman más que Batman, curiosa confesión para un chico que al crecer hizo lo que cree que son algunos de sus mejores trabajos escribiendo historias del caballero de orejas puntiagudas. No es que las historias de Superman de los años cincuenta fueran menos ingenuas y tontas que las de Batman; era solo que Superman se adaptó mejor al insulso programa que se le impuso. Es decir, yo solo era un niño, pero incluso yo sabía que la representación de Batman de la vida criminal dejaba mucho que desear. Pero me quedé con él. ¿Qué otra opción tenía? Cuando necesitas a un superhéroe, más vale un héroe soso que ninguno.
Lo que no sabía entonces era que unos años antes la industria del cómic había sido destripada en una serie de audiencias del Comité del Senado. Grupos de personas piadosas y biempensantes habían presionado a nuestros funcionarios electos del gobierno para que emprendieran una caza de brujas contra los creadores de cómics. El principal objetivo de este ataque contra la Primera Enmienda eran, por supuesto, los cómics de EC, grandes maestros del género de terror. Pero todo el sector sufrió a causa de estas audiencias. Las empresas se salieron del negocio, escritores y artistas respetados se vieron obligados a buscar empleo en otros campos, algunos de ellos para siempre tras negar haber tenido nada que ver con el negocio de los cómics.
Lo que quedó de la industria sobrevivió gracias a formar el llamado Comic Code, una organización autorregulada cuyo trabajo consistía (y sigue consistiendo) en velar que lo que lee el niño estadounidense sea puro y saludable. En DC, la violencia se redujo al mínimo absoluto. El sexo, que no se había mencionado jamás en ningún cómic de DC que yo conociera, se elevó a cotas absurdas de lo prohibido. ¡Cuidado con la forma en que dibujas esas naves espaciales!
Pero entonces, según me fui haciendo mayor, comenzó a pasar algo muy curioso. En algún momento a mediados de los años sesenta, Batman comenzó a madurar. Sus historias empezaron a hacerse más interesantes. Con los años, las severas restricciones aplicadas al arte comenzaron a aflojarse. Este bienvenido desarrollo solo puede serle atribuido a escritores y dibujantes de talento que lenta y sutilmente elevaron los niveles de los cómics de Batman durante esos años reemergentes. Os lo aseguro, fue como un soplo de aire fresco.
Llegaron los años setenta y me encontré entrando en el negocio de los cómics. Se produjo una superabundancia de nuevos superhéroes y una auténtica bandada de escritores y dibujantes emigraron a Nueva York para contar sus historias. Pero en medio de toda esta locura, Batman siempre se mantuvo como uno de los mejores. Sí, sin duda tuvo sus momentos muy poco gloriosos a lo largo del camino, pero sabías que con el tiempo volvería al lugar que le correspondía en lo alto de la cima. Y siempre lo hacía.
Los años ochenta trajeron una versión más adulta de los cómics. El lector había madurado y demandaba historias con más enjundia. Los escritores no dejaron pasar la oportunidad de ampliar la profundidad de los personajes que habían desarrollado y cuyos destinos ahora dirigían. Surgieron algunas cosas bastante interesantes de esta nueva libertad: La Cosa del Pantano de Moore, el Daredevil y el Batman de Miller, el Superman de Byrne y muchos otros.
Pero algo más volvió a levantar su fea cabeza a lo largo de esta década. La mojigatería comenzó a desplegar las banderas color carmesí de la censura. El fiscal general de Estados Unidos estableció una campaña de presión para limpiar el mercado de las revistas. La renacida televisión evangelista volvió a mostrar todo el mal que engendran los cómics. Tipper Gore encabezó un movimiento en contra de la industria discográfica. Y ahora, en los años noventa, los buenos reverendos Wyldman y Jesse Hels intentan destripar el Fondo Nacional de las Artes. Todo comienza a sonar terriblemente familiar, ¿no?
No podía dejar de mostrar algunas de estas tensiones en La Secta. Aquí aparece el diácono Blackfire enmascarado como líder religioso, escondiéndose tras la virtud de la moral mientras promueve sus propios intereses privados. Reconozco que sus objetivos y sus métodos son muchísimo más extremos que los de los grupos que ejercen presión en Washington, pero ambos tienen una cosa en común: ponen a Batman de rodillas.
Después de que el Comic Code se impusiera a Batman, despojó al Caballero Oscuro de su terrible ira y le obligó a ser algo que no era: una figura paterna sonriente y feliz que persigue extraterrestres alrededor de una Gotham City fluorescente. Pasaron años antes de que decididos escritores trajeran al Batman que todos conocemos y amamos. En La Secta, esa subyugación era ficticia, y Jason Todd rescató al murciélago en mucho menos tiempo, pero cuando ciertos grupos levantaron la voz preocupados por la violencia de la historia, no puede evitar sentir una punzada de déjà vu.
Pero no me malinterpretéis. No vivo bajo la fantasía de que lo que hacemos en el cómic sea literatura con mayúsculas. No producimos Ulises o Historia de dos ciudades. Lo que producimos es para el mercado del entretenimiento. De vez en cuando surge algo que da que pensar, pero ese no es el principal objetivo de esta industria. Es el entretenimiento.
Mas ya sea entretenimiento o bellas artes, no hay diferencia. La libertad de expresión está protegida por la Primera Enmienda, y tenemos que recordar que esa protección es algo por lo que tenemos que luchar. Y no creáis ni por un momento que no está el hombre del saco ahí fuera.
Hay gente que no quiere que leas historias como la que tienes en las manos. Demasiada muerte. Demasiada violencia. Demasiado horror. Forman comités en contra de este tipo de historias. Aprueban leyes prohibiendo su venta. Queman libros como este.
Su idea es volver a un tiempo más sencillo cuando todos los problemas reales y terribles a los que nos enfrentamos en estos días no existían. O al menos estaban donde tenían que estar: ocultos bajo la alfombra. Los censores creen que pueden alcanzar su meta prohibiendo algunos libros. Mata al mensajero y así el mensaje será el que tú quieras oír. Muy lógico.
Así que ahí lo tenéis. Realmente es una elección muy sencilla: podéis aceptar la influencia de la opinión pública y leer lo que es aceptable en ese momento, o plantaros y decirles que aparten sus sucias manos de los derechos recogidos en la Primera Enmienda.
Pero elijáis lo que elijáis, recordad esto: puede que lo que se elimine hoy solo se trate de un grupo de rap o de una historia de terror en un cómic. Pero puede que mañana se refieran a una novela de James Joyce o de D.H. Lawrence cuando vociferen: “¡Quemad este libro!”.
Jim Starlin
Noviembre de 1990
Artículo publicado originalmente como introducción de Grandes autores de Batman: Bernie Wrightson - La secta.