Ahora, escucha. Lee esto atentamente porque te voy a contar una cosa importante. Y lo que es más, estoy a punto de desvelar un secreto del negocio. En serio. Es el truco mágico del que depende toda buena ficción. Es el espejo angular que hay en la caja y detrás del cual se esconde la paloma, el compartimento secreto que se encuentra debajo de la mesa.
Es el siguiente:
Hay sitio para que las cosas signifiquen más de lo que significan literalmente.
Y ya está.
¿No te parece importante? ¿No te ha dejado impresionado? ¿Estás convencido de que te daría consejos más sabios y profundos sobre escritura una galletita de la suerte? Hazme caso. Te acabo de decir una cosa muy importante. Luego la retomaremos.
En mi opinión, hay dos formas principales en que la ficción popular emplea a los superhéroes. En la primera, significan pura y simplemente lo que se ve a simple vista. En la segunda, significan lo que se ve a simple vista, sí, pero también más que eso. Por una parte, son una manifestación de la cultura popular. Y por otra, son esperanzas y sueños o lo contrario a los mismos, y el adiós a la inocencia.
El linaje de los superhéroes es antiguo. Obviamente, empieza en los años treinta y, antes, se remonta a las profundidades de las tiras de prensa para seguir remontándose a la literatura e incluir a Sherlock Holmes, a Beowulf y, por el camino, a varios héroes y dioses.
La novela Superfolks, de Robert Mayer, empleó a los superhéroes como metáfora de aquello en que se había convertido Estados Unidos en los años setenta. La pérdida del sueño americano suponía la pérdida de los sueños del país y viceversa.
Joseph Torchia aprovechó la iconografía de Superman para escribir The Kryptonite Kid, una potente y hermosa novela epistolar sobre un chaval que cree, literalmente, en Superman y que, en un libro orquestado como una sucesión de cartas al Hombre de Acero, debe asumir tanto su vida como dónde está su corazón.
En los años ochenta, por primera vez, los guionistas empezaron a escribir cómics de superhéroes cuyos personajes eran, más que justicieros enmascarados, un análisis de los mismos. En este sentido, abrieron el camino Alan Moore y también Frank Miller.
Uno de los elementos que se añadieron a las historietas de la época fue el tratamiento que se les daba en la ficción en prosa: Superfolks y The Kryptonite Kid, relatos cortos como “It’s a Bird, It’s a Plane” de Norman Spinrad o ensayos como el seminal “Man of Steel, Woman of Kleenex” de Larry Niven.
El renacimiento que experimentaron los cómics en aquella época también se produjo en la ficción en prosa. Así, los primeros volúmenes de las antologías Wild Cards, editadas por George R.R. Martin, hicieron un gran trabajo reivindicando la alegría de los superhéroes en un contexto de prosa.
El problema de aquel renacimiento de superhéroes interesantes era que las partes que fallaban resultaban más fáciles de copiar. Watchmen y El regreso del Caballero Oscuro engendraron demasiados cómics malos sin humor, grises, violentos y sosos. Cuando las antologías de Wild Cards se transformaron en cómics, todo lo que las hacía especiales como análisis del mundo del cómic también se esfumó.
Así pues, después de la primera hornada de superhéroes de Moore, Miller y orquestadas por Martin (sin reconstrucción sino, más bien, con respeto), las cosas volvieron más o menos al statu quo, y la oscilación del péndulo nos condujo a principios de los años noventa a cómics de superhéroes que carecían prácticamente de contenido. Estaban mal escritos y eran totalmente literales. Incluso hubo una editorial que proclamó cuatro números escritos por buenos guionistas como truco supremo de mercadotecnia. Eran tan buenos como las cubiertas brillantes que ofrecían.
Queda margen para ir más allá de lo literal. Las cosas pueden ser más de lo que parecen. Por eso Trampa 22 no trata solo de pilotos de combate de la Segunda Guerra Mundial. Por eso No tengo boca y debo gritar trata más que de un montón de personas atrapadas dentro de un superordenador. Por eso Moby Dick trata sobre algo más que la pesca de ballenas (cosa que es cierta a pesar de unos 50.000 aburridos profesores universitarios).
Y no hablo de alegorías ni de metáforas, ni siquiera del Mensaje. Me refiero a de qué trata la historia y, después, hablo de lo que trata.
Las cosas pueden significar más de los que significan literalmente. Y esa es la línea divisoria entre el arte y todo lo que no es arte. O por lo menos, es una de las líneas.
Actualmente, la ficción superheroica parece dividirse en dos tipos. Están las historias banales y más o menos pulp realizadas por personas que se esfuerzan al máximo o no. Y luego tenemos las otras, pocas y muy valiosas.
Hoy en día, hay dos excepciones. Una de ellas es Supreme de Alan Moore, un intento de volver a escribir cincuenta años de historias de Superman para crear algo que resulte relevante.
La otra, aunque creas que se me había olvidado porque la introducción ha avanzado mucho sin mencionarla, es Astro City. Esta sigue el rastro de su linaje en dos direcciones: el mundo de los arquetipos superheroicos clásicos y también el de The Kryptonite Kid, donde todas estas cosas, estos elementos tontos y maravillosos de cuatro colores tienen una profundidad y peso emocional, y significan más de lo que significan literalmente.
Y ahí radican el ingenio de Astro City y por qué la disfrutamos tanto.
Por mi parte, estoy harto de los superhéroes. Harto, cansado y un poco quemado, a decir verdad. Pero no estoy quemado del todo. Creía estarlo hasta hace un par de años, cuando me encontraba en un coche con Kurt Busiek y Ann, su encantadora esposa. (Íbamos a ver a Scott McCloud, a Ivy, su esposa, y a Sky, su hija, y resultó una velada memorable y ajetreada que culminó con el nacimiento imprevisto de Winter, la otra hija de Scott y Ivy.) Y en el coche, de camino, empezamos a hablar de Batman.
Kurt y yo no tardamos en urdir a medias el argumento de una historia completa del Caballero Oscuro. Pero era la más chula y rara que quepa imaginar, donde todos los conocidos del universo del personaje se ponían patas arriba y, en la más digna tradición de los cómics, todo lo que conocíamos resultaba ser mentira.
Lo hicimos por diversión. No creo que ninguno de los dos llegue a hacer nada con aquella historia. Nos estábamos divirtiendo sin más.
Sin embargo, durante horas, resultó que Batman me importó mucho. Y sospecho que eso forma parte del talento especial de Kurt. Si estuviera escribiendo una introducción de otro tipo, es posible que lo llamara superpoder.
Astro City es lo que habría ocurrido si los cómics antiguos, con aquella bonita simplicidad y sus personajes primarios de cuatro colores, hubieran tratado sobre algo. O más bien, da por sentado que sí trataban sobre algo y nos cuenta los relatos que, en general, se quedaron por el camino.
Es un lugar inspirado por los mundos y las perspectivas de Stan Lee y Jack Kirby, de Gardner Fox y John Broome, de Jerry Siegel, Bob Finger y los demás. Es una ciudad donde puede ocurrir cualquier cosa. En la historia que tienes a continuación (y me esfuerzo en no desvelar demasiado), hay un bar para luchadores contra el crimen, un asesino en serie, una invasión alienígena, mano dura contra los héroes disfrazados, el secreto misterioso de uno de ellos... Y todo con los felices elementos pulp de un millar de cómics.
Solo que aquí, como en el resto de la serie, Kurt Busiek se las arregla para tomar esos elementos y hacer que signifiquen más de lo que significan literalmente.
(Una vez más, no me refiero a ninguna alegoría sino al argumento y a eso que hace mágicas ciertas historias mientras las demás se quedan ahí, sosas y sin vida.)
Astro City: Confesión es un relato sobre el paso a la vida adulta donde un joven aprende una lección. (Robert A. Heinlein afirmó en un ensayo de los años cuarenta, publicado en Of Worlds Beyond, una recopilación de ensayos de ciencia ficción de Lloyd Esbach, que solo hay tres historias que contamos una y otra vez. Dijo que creía que solo había dos, “chico conoce a chica” y “el sastrecillo”, hasta que L. Ron Hubbard le apuntó que también estaba “un hombre aprende una lección”. Heinlein sostenía que, añadiendo los relatos opuestos, es decir, alguien no consigue aprender una lección, dos personas no se enamoran, etc., se obtenía una lista de todos los relatos posibles. Pero claro, podemos ir más allá de lo literal.) Es la historia de un muchacho que crece ambientada en la ciudad que existe en la mente de Kurt.
Una de las cosas que me gustan de Astro City es que Kurt Busiek enumera a todos sus colaboradores en la portada. Sabe lo importantes que son todos para el resultado final. Cada elemento cumple con su cometido, y todos se esfuerzan al máximo e incluso un poco más. Las portadas de Alex Ross envuelven cada episodio con una especie de hiperrealidad forográfica. Los lápices de Brent Anderson y la tinta de Will Blyberg son perfectos, siempre al servicio de la historia. Nunca molestan y siempre convencen. El color de Alex Sinclair y los rótulos de John Roshell de Comicraft son tan hábiles como discretos en el mejor sentido de la palabra.
La serie, en manos de Kurt Busiek y sus colaboradores, es arte del bueno. Reconoce los puntos fuertes de los héroes de cuatro colores y crea una cosa (quizá un lugar, o un medio, o simplemente un tono de voz) donde se cuentan buenas historias. Hay espacio para cosas que significan más de lo que significan literalmente, cosa que resulta desde luego cierta en este caso.
Qué ganas tengo de visitarla durante mucho tiempo.
Neil Gaiman
26 de octubre de 1997 Roma
Neil Gaiman formó parte de la “invasión británica” que revolucionó el cómic estadounidense durante los años ochenta. En aquella época escribió Sandman, las oníricas aventuras de Morfeo, para el que creó un mundo único que hizo de la serie una obra maestra indiscutible. Aparte de otras muchas aportaciones al Universo DC (como el relato de un hipotético funeral de Batman dibujado por Andy Kubert), también ha escrito numerosas novelas que, por lo general, se han convertido en best-sellers en Estados Unidos.

Es el siguiente:
Hay sitio para que las cosas signifiquen más de lo que significan literalmente.
Y ya está.
¿No te parece importante? ¿No te ha dejado impresionado? ¿Estás convencido de que te daría consejos más sabios y profundos sobre escritura una galletita de la suerte? Hazme caso. Te acabo de decir una cosa muy importante. Luego la retomaremos.
En mi opinión, hay dos formas principales en que la ficción popular emplea a los superhéroes. En la primera, significan pura y simplemente lo que se ve a simple vista. En la segunda, significan lo que se ve a simple vista, sí, pero también más que eso. Por una parte, son una manifestación de la cultura popular. Y por otra, son esperanzas y sueños o lo contrario a los mismos, y el adiós a la inocencia.
El linaje de los superhéroes es antiguo. Obviamente, empieza en los años treinta y, antes, se remonta a las profundidades de las tiras de prensa para seguir remontándose a la literatura e incluir a Sherlock Holmes, a Beowulf y, por el camino, a varios héroes y dioses.
La novela Superfolks, de Robert Mayer, empleó a los superhéroes como metáfora de aquello en que se había convertido Estados Unidos en los años setenta. La pérdida del sueño americano suponía la pérdida de los sueños del país y viceversa.
Joseph Torchia aprovechó la iconografía de Superman para escribir The Kryptonite Kid, una potente y hermosa novela epistolar sobre un chaval que cree, literalmente, en Superman y que, en un libro orquestado como una sucesión de cartas al Hombre de Acero, debe asumir tanto su vida como dónde está su corazón.
En los años ochenta, por primera vez, los guionistas empezaron a escribir cómics de superhéroes cuyos personajes eran, más que justicieros enmascarados, un análisis de los mismos. En este sentido, abrieron el camino Alan Moore y también Frank Miller.
Uno de los elementos que se añadieron a las historietas de la época fue el tratamiento que se les daba en la ficción en prosa: Superfolks y The Kryptonite Kid, relatos cortos como “It’s a Bird, It’s a Plane” de Norman Spinrad o ensayos como el seminal “Man of Steel, Woman of Kleenex” de Larry Niven.
El renacimiento que experimentaron los cómics en aquella época también se produjo en la ficción en prosa. Así, los primeros volúmenes de las antologías Wild Cards, editadas por George R.R. Martin, hicieron un gran trabajo reivindicando la alegría de los superhéroes en un contexto de prosa.
El problema de aquel renacimiento de superhéroes interesantes era que las partes que fallaban resultaban más fáciles de copiar. Watchmen y El regreso del Caballero Oscuro engendraron demasiados cómics malos sin humor, grises, violentos y sosos. Cuando las antologías de Wild Cards se transformaron en cómics, todo lo que las hacía especiales como análisis del mundo del cómic también se esfumó.
Así pues, después de la primera hornada de superhéroes de Moore, Miller y orquestadas por Martin (sin reconstrucción sino, más bien, con respeto), las cosas volvieron más o menos al statu quo, y la oscilación del péndulo nos condujo a principios de los años noventa a cómics de superhéroes que carecían prácticamente de contenido. Estaban mal escritos y eran totalmente literales. Incluso hubo una editorial que proclamó cuatro números escritos por buenos guionistas como truco supremo de mercadotecnia. Eran tan buenos como las cubiertas brillantes que ofrecían.
Queda margen para ir más allá de lo literal. Las cosas pueden ser más de lo que parecen. Por eso Trampa 22 no trata solo de pilotos de combate de la Segunda Guerra Mundial. Por eso No tengo boca y debo gritar trata más que de un montón de personas atrapadas dentro de un superordenador. Por eso Moby Dick trata sobre algo más que la pesca de ballenas (cosa que es cierta a pesar de unos 50.000 aburridos profesores universitarios).
Y no hablo de alegorías ni de metáforas, ni siquiera del Mensaje. Me refiero a de qué trata la historia y, después, hablo de lo que trata.
Las cosas pueden significar más de los que significan literalmente. Y esa es la línea divisoria entre el arte y todo lo que no es arte. O por lo menos, es una de las líneas.
Actualmente, la ficción superheroica parece dividirse en dos tipos. Están las historias banales y más o menos pulp realizadas por personas que se esfuerzan al máximo o no. Y luego tenemos las otras, pocas y muy valiosas.
Hoy en día, hay dos excepciones. Una de ellas es Supreme de Alan Moore, un intento de volver a escribir cincuenta años de historias de Superman para crear algo que resulte relevante.
La otra, aunque creas que se me había olvidado porque la introducción ha avanzado mucho sin mencionarla, es Astro City. Esta sigue el rastro de su linaje en dos direcciones: el mundo de los arquetipos superheroicos clásicos y también el de The Kryptonite Kid, donde todas estas cosas, estos elementos tontos y maravillosos de cuatro colores tienen una profundidad y peso emocional, y significan más de lo que significan literalmente.
Y ahí radican el ingenio de Astro City y por qué la disfrutamos tanto.
Por mi parte, estoy harto de los superhéroes. Harto, cansado y un poco quemado, a decir verdad. Pero no estoy quemado del todo. Creía estarlo hasta hace un par de años, cuando me encontraba en un coche con Kurt Busiek y Ann, su encantadora esposa. (Íbamos a ver a Scott McCloud, a Ivy, su esposa, y a Sky, su hija, y resultó una velada memorable y ajetreada que culminó con el nacimiento imprevisto de Winter, la otra hija de Scott y Ivy.) Y en el coche, de camino, empezamos a hablar de Batman.
Kurt y yo no tardamos en urdir a medias el argumento de una historia completa del Caballero Oscuro. Pero era la más chula y rara que quepa imaginar, donde todos los conocidos del universo del personaje se ponían patas arriba y, en la más digna tradición de los cómics, todo lo que conocíamos resultaba ser mentira.
Lo hicimos por diversión. No creo que ninguno de los dos llegue a hacer nada con aquella historia. Nos estábamos divirtiendo sin más.
Sin embargo, durante horas, resultó que Batman me importó mucho. Y sospecho que eso forma parte del talento especial de Kurt. Si estuviera escribiendo una introducción de otro tipo, es posible que lo llamara superpoder.
Astro City es lo que habría ocurrido si los cómics antiguos, con aquella bonita simplicidad y sus personajes primarios de cuatro colores, hubieran tratado sobre algo. O más bien, da por sentado que sí trataban sobre algo y nos cuenta los relatos que, en general, se quedaron por el camino.
Es un lugar inspirado por los mundos y las perspectivas de Stan Lee y Jack Kirby, de Gardner Fox y John Broome, de Jerry Siegel, Bob Finger y los demás. Es una ciudad donde puede ocurrir cualquier cosa. En la historia que tienes a continuación (y me esfuerzo en no desvelar demasiado), hay un bar para luchadores contra el crimen, un asesino en serie, una invasión alienígena, mano dura contra los héroes disfrazados, el secreto misterioso de uno de ellos... Y todo con los felices elementos pulp de un millar de cómics.
Solo que aquí, como en el resto de la serie, Kurt Busiek se las arregla para tomar esos elementos y hacer que signifiquen más de lo que significan literalmente.
(Una vez más, no me refiero a ninguna alegoría sino al argumento y a eso que hace mágicas ciertas historias mientras las demás se quedan ahí, sosas y sin vida.)
Astro City: Confesión es un relato sobre el paso a la vida adulta donde un joven aprende una lección. (Robert A. Heinlein afirmó en un ensayo de los años cuarenta, publicado en Of Worlds Beyond, una recopilación de ensayos de ciencia ficción de Lloyd Esbach, que solo hay tres historias que contamos una y otra vez. Dijo que creía que solo había dos, “chico conoce a chica” y “el sastrecillo”, hasta que L. Ron Hubbard le apuntó que también estaba “un hombre aprende una lección”. Heinlein sostenía que, añadiendo los relatos opuestos, es decir, alguien no consigue aprender una lección, dos personas no se enamoran, etc., se obtenía una lista de todos los relatos posibles. Pero claro, podemos ir más allá de lo literal.) Es la historia de un muchacho que crece ambientada en la ciudad que existe en la mente de Kurt.
Una de las cosas que me gustan de Astro City es que Kurt Busiek enumera a todos sus colaboradores en la portada. Sabe lo importantes que son todos para el resultado final. Cada elemento cumple con su cometido, y todos se esfuerzan al máximo e incluso un poco más. Las portadas de Alex Ross envuelven cada episodio con una especie de hiperrealidad forográfica. Los lápices de Brent Anderson y la tinta de Will Blyberg son perfectos, siempre al servicio de la historia. Nunca molestan y siempre convencen. El color de Alex Sinclair y los rótulos de John Roshell de Comicraft son tan hábiles como discretos en el mejor sentido de la palabra.
La serie, en manos de Kurt Busiek y sus colaboradores, es arte del bueno. Reconoce los puntos fuertes de los héroes de cuatro colores y crea una cosa (quizá un lugar, o un medio, o simplemente un tono de voz) donde se cuentan buenas historias. Hay espacio para cosas que significan más de lo que significan literalmente, cosa que resulta desde luego cierta en este caso.
Qué ganas tengo de visitarla durante mucho tiempo.
Neil Gaiman
26 de octubre de 1997 Roma
Neil Gaiman formó parte de la “invasión británica” que revolucionó el cómic estadounidense durante los años ochenta. En aquella época escribió Sandman, las oníricas aventuras de Morfeo, para el que creó un mundo único que hizo de la serie una obra maestra indiscutible. Aparte de otras muchas aportaciones al Universo DC (como el relato de un hipotético funeral de Batman dibujado por Andy Kubert), también ha escrito numerosas novelas que, por lo general, se han convertido en best-sellers en Estados Unidos.