Eccediciones
searchclose

Astro City: Álbum de familia

HUBO UNA ÉPOCA SOLEADA, HACE MUCHOS AÑOS, en que pasé varias temporadas en Astro. A una agencia de publicidad de Nueva York la habían contratado para que “promocionara” la ciudad, y durante la exposición de ideas de la campaña, con una perspectiva tranquila y silenciosa, decidieron eliminar la palabra “City” y referirse a ella solo como “Astro” o, lo que era más absurdo, “la Gran A”.

Por suerte, aquella moda duró poco, no se extendió ni llegó a buen puerto. No tardaron en despedir a la agencia y en quitar tanto las vallas como los carteles de cartón que se habían puesto amarillentos en los escaparates de las barberías. Los tiraron unas personas con mucho sentido común. Hoy en día, los únicos que la llaman “la Gran A” son los mismos advenedizos y arribistas que llaman “Frisco” a San Francisco o pronuncian Oregón como “Órigon”. No obstante, algunos volvemos a llamarla Astro... cuando no nos ve nadie.

Últimamente, no paso mucho por Astro City. No voy desde que me hicieron un cuádruple bypass. No tolero muy bien los viajes, y queda a unos 1.800 kilómetros de Los Ángeles, así que he tenido que posponer una y otra vez lo que antes era una hégira habitual a la ciudad, donde quedaba con Kurt, con Alex y, sobre todo, con Brent, que se va haciendo más tontorrón con la edad.

No obstante, hubo veces en que nos sentamos los cuatro en el Paseo Marítimo Raboy, en una cafetería elegante (cuyo nombre no recordaría ni aunque me fuera la vida en ello) situada en el vestíbulo de un inmenso edificio de oficinas, todo cristal y acero, que había en frente del museo cuya fachada arremolinada contemplábamos. Allí hablamos de trabajo, de arte, de supertipos y sueños, de las cosas que a uno se le pasan por la cabeza media hora después de que empiece el brillo de la camaradería.

A veces, lo rememoro y me siento tentado a llegar a la conclusión de que lo que más nos inspiró fue la presencia del Museo de Bellas Artes Finlay-Cartier. No recuerdo haber tenido conversaciones similares con otros amigos que fueran tan vibrantes y alegres. Así pues, echo de menos Astro. Eran buenos tiempos y había buena gente (aunque Busiek siempre se estuviera quejando por una fecha de entrega u otra), y siempre se cocía algo. Lo que siempre me sorprendía era que jamás me sentía inferior (ni yo ni nadie con quien hablara) a las “personas con poderes” o, como las llamaban los ciudadanos de Astro, “los disfrazados”. Sí, los veíamos de vez en cuando aquí y allá... pero no demasiado. Y mientras ellos hacían su supertrabajo, nosotros nos ocupábamos de nuestros asuntos no super. Pero no los veíamos cara a cara.

Retomaré esto último dentro de un momento. Permíteme que explique por qué Astro City es tan especial para mí. Por qué es, si así lo prefieres, un nidus. Y lo voy a explicar con una metáfora. Permítemelo. Así soy. No en vano, me gano la vida holgadamente relatando historias, contando mentiras e inventando situaciones.

DENTRO DE NADA, SIR LAWRENCE ALMATADEMA Y EL CUADRO que había prestado una colección privada británica u holandesa. Estaba colgado ante nosotros, ante los cuatro, en el ala oeste del Finlay-Cartier, hace muchos años. Dentro de un momento. Pero antes, una metáfora.

Durante la primera década del siglo XX, The Craftsman de Gustav Stickley era una revista que promovía un animado debate sobre la tradición artística de Estados Unidos. Allí se publicó una serie de artículos de Irene Sargent, una mujer con una opinión crítica muy potente, que abogaba por la joyería de diseño incomparable de René Lalique. Fue antes del fino cristal que admiramos hoy en día.

Al principio, se refería a Lalique como “un modelo de ingenuidad, imaginación y artesanía”. Kurt Busiek. Brent Anderson. Alex Ross (y supongo que también Will Blyberg, aunque no lo conozca, cuya participación en todo lo anterior y en lo siguiente está fuera de toda duda porque el grupo principal no acepta a nadie que sea ni una pizca menos ingenioso, imaginativo ni artista que él). Sargent dijo de Lalique que era el avatar del art nouveau (término que entonces se aplicaba solo al arte más innovador), cuyos conceptos “retan activamente a los demás a superar sus logros asentando un estándar creativo ubicado en las mesetas más altas”. Kurt Busiek. Brent Anderson, cada vez más tontorrón. Alex y Will. Y por último, como metáfora: “En resumen, M. Lalique es un artista de ese tipo, el creativo, que aparece rara vez a lo largo de la historia. Ha dado un nuevo rumbo al arte que cultiva y guía a quienes lo sucederán con las atractivas posibilidades de la belleza. Ha elevado sus creaciones del rango de juguetes y talismanes al de obras de arte”. El núcleo central. Lo que ellos han hecho con Astro City ya se ha convertido en un estándar que emular. Los advenedizos y arribistas ya quisieran tener un ápice de su capacidad.
La imitación es tal vez la forma más sincera de adulación, pero también es la úlcera de la rosa. Primero llega la voz y, después, más débil, emborronado y desafinado, el eco.

Han elevado los juguetes y los talismanes a la altura de las mesetas más elevadas del arte original. Y en su día, yo los conocí a todos excepto a Will.

ESTÁBAMOS LOS CUATRO HACIENDO COLA en el ala oeste del Museo Finlay-Cartier, ubicado en el Paseo Martítimo Raboy, cuando nos quedamos mirando un cuadro prestado por una colección privada británica. U holandesa.

Se trataba de Las rosas de Heliogábalo, de Sir Lawrence Alma-Tadema.

“¡Ostras!”, dijo Kurt suavemente, todo aliento y sin sílabas. “Parece que estés ahí. Es real. Exacto... Lo puedes palpar”.

Voy a hablarte de ese cuadro. Extraigo lo siguiente de un estudio exhaustivo de la obra de Alma-Tadema publicado por el Museo Van Gogh de Ámsterdam:

“Marco Aurelio Antonio se convirtió en emperador de Roma a los 14 años de edad. Su familia lo llamaba Heliogábalo o Elagábalo, nombre que derivaba del dios del sol sirio cuyo culto, y el de otras prácticas cortesanas orientales, pretendía introducir en Roma. Era un hedonista, al estilo de Nerón, y gobernó Roma con corrupción y desenfreno hasta que lo asesinó la Guardia Pretoriana tras un mandato de apenas cuatro años (218-222 d. de C.).”

Gibbon decía que Heliogábalo, durante tan breve mandato, era “tanto odioso como despreciable por sus muchos disparates y abominaciones”. Y Walter Pater lo llamó “la personificación de una maldad pura e inalterada”.

Brent, con el folleto del catálogo, nos leyó allí mismo, delante del cuadro:

“El joven emperador de Alma-Tadema, vestido con seda de color azafrán, se reclina en un sofá situado en una plataforma elevada e observa impasible la escena que se produce abajo. Los invitados, tumbados perezosamente sobre cojines de seda en una escena de dolor y placer, sucumben a un mar de pétalos y a la muerte exquisita y decadente que provoca.”

Despertaba, y aún despierta, una sensación de presencia que supone un ejemplo escalofriante de lo que ahora conocemos como Escuela Oriental de la pintura, y no tengo vigor suficiente con que expresar lo profundamente que nos afectó aquel cuadro a los cuatro aquella tarde de hace tanto tiempo.

Sin embargo, tanto Kurt como Brent, respaldados por Alex, dijeron que, algún día, si surgía la ocasión, emprenderían y se esforzarían por sacar adelante un proyecto que plasmara aquella sensación de tiempo y espacio. Un proyecto que comprimiera un precontinuo sobreimpreso, un mundo totalmente formado.

Astro City.

ECHA UN VISTAZO A UNA DE LAS PRIMERAS ESCENAS de este volumen. No sé en qué página saldrá esa viñeta, pero es esa donde Helia y Nubarrón se marchan de la ciudad y el tiempo se despeja. Es la última de tres viñetas. Echa un vistazo. Es Central Park West más allá de los árboles del Central Park de Manhattan. Antes, yo cenaba con Tony Randall en un edificio de esos. Isaac y Janet Asimov miraban desde la puerta de al lado, justo sobre The Tavern on the Green. Esa viñeta es Nueva York. ¿En Astro?

En Astro City, hay una calle que parece la vista de Central Park West. No es lo mismo pero se parece. Brent se ha adueñado de lo que en los cómics llamamos “un barrido”, y lo ha añadido porque la calle que quería emplear, la calle que existía en Astro, ha desaparecido. La han arrasado para construir las intrincadas International Merchandise Towers, el núcleo actual de la emergente industria textil de la ciudad. Así pues, Brent se la ha apropiado, y nosotros obtenemos un simulacro de cómo era esa esquina de Astro City hace como 15 o 20 años. Más o menos cuando los cuatro estudiábamos los horrores de Heliogábalo. Pero qué irónico. Como Brent se ha visto obligado a apropiarse de escenarios, me han pedido que escriba la introducción de una obra que se ubica en una meseta muy elevada.

Pasa si lo deseas a la cuarta página del relato de Leo el Chiflado (y de nuevo, perdón por no ser capaz de indicar la página exacta del compendio). A la viñeta inferior. Verás cómo el adorable Brent Anderson reproduce el cine Ace de la calle Daigh. Es Nueva York otra vez.

Ese dibujo es inmensamente especial para mí.

Y es el motivo por el que Kurt me ha pedido que presente estas hermosas historias de Astro City. No en vano, yo trabajaba justo en frente de la escena original que sirvió como referencia fotográfica y Brent copió para aproximarse a cómo era la calle Daigh en los años cincuenta. (La foto, para ser exacto, data de 1939, y la película que proyectaba el cine reproducido por Brent era King Kong).

Sin embargo, la calle apenas cambió entre 1939 y 1954, cuando yo trabajé en la Broadway Book Shop, entre el Victoria y el Astor Theater, entre las calles 45 y 46, en Broadway. Es Broadway, amigos... Es Times Square. Yo aún no había vendido mi primer relato, y me habían expulsado de la Universidad Estatal de Ohio antes de venir a Nueva York a hacer fortuna... Realizaba el trabajo más fascinante que me ofrecía la ciudad, con un horario de siete de la tarde a dos de la madrugada. ¡Y qué bien lo pasé!

Yo era muy pobre. Vivía en un estudio de la calle 611 Oeste con la 114, apartado de Broadway, al otro lado de la Universidad de Columbia. Todos los días, utilizaba el metro para bajar a Times Square. Primero, me paraba en el Clam Bar and Flea Circus de la 42 y saludaba a Tiny Tim. Sí, al cantante que se hizo ultrafamoso más adelante con Tiptoe through the Tulips y que se casó en el programa de Johnny Carson (aunque ya no se llamaba Tiny Tim para entonces). Eso sí, me temo que no recuerdo el nombre artístico que utilizaba en el Flea Circus para cantar en el teatro del sótano. Después, yo recorría la calle 42 y llegaba dos puertas más arriba de la pizzería donde Caruso me vendía una porción fabulosa por 15 centavos y añadía un zumo de papaya grande por otros 10. Aquello cenaba.

Bueno, siendo preciso, era un aperitivo para antes del trabajo.

Después, trotaba hasta la Broadway Book Shoop y empezaba a vender navajas automáticas y ediciones de Modern Library a turistas, transeúntes y actores que se dirigían a los espectáculos que había por todo Schubert Alley.

A eso de las diez o las diez y media, me metía entre los coches de Broadway y la Séptima Avenida, la paralela, y me encontraba justo en medio del dibujo de Brent, en la Buitoni Spaghetti House, donde compraba una buena cena por un pavo: un plato de espagueti al dente con una albóndiga, un pedazo de pan con mantequilla y un té helado. Mirad esa preciosa viñeta del relato de Leo el Chiflado. Es posible que pueda transmitiros solo con palabras lo que significó para mí cuando leí ese número de Astro City y, al pasar la página, observé con las gafas del recuerdo una escena que hacía más de 40 años que no veía. Solo te digo una cosa: no soy muy sentimental. No soy ningún sensiblero. Pero al pasar la página por primera vez y mirar la parte de abajo, me puse a llorar. No mucho ni con demasiado pesar, pero se me humedecieron los ojos cuando me transporté a cuatro décadas más atrás, a mis días de escritor novato, cuando las pasaba canutas para publicar, para ser alguien, pero también para vivir con 35 dólares semanales. Me pasaba la noche escribiendo, dormía dos o tres horas por la tarde, llevaba los manuscritos a los editores al atardecer y, después, iba a dejarme la piel para pagar el alquiler de la habitación, 15 dólares semanales. Todo en ese momento. En esa foto que Brent empleó para plasmar la gloria del Ace en la época en que la calle Daigh era animada y vivaz... en vez de un supercentro comercial con Hard Rock a lo Disney y Trump repleto de hoteles sin alma y tiendas de chorradas para turistas.

Como ves, los tiempos cambian, y todo lo que cambia no es progreso. Pero Brent tuvo que reconstruir la época onírica de la calle Daigh igual que esa viñeta reconstruyó mis recuerdos de cómo era Times Square en 1954. Lo birló y lo maquilló para dibujar la viñeta correctamente. Sé que se dejó el culo buscando una comparable de Daigh y el Ace... pero no pudo ser. Así pues, usó una foto de la Nueva York de 1939 (que no había cambiado en 1954) y la retocó. Pero por eso Astro City es la maravilla insólita que es por muchos imitadores que hayan querido aprovecharse para entrar en ese círculo de la victoria.

Es la piedra angular que aúna lo que he escrito sobre Lalique y Alma-Tadema y esa meseta tan elevada donde se ubica la serie.

En Astro hay realidad. Es una serie de viajes por medio de los cómics a un sitio real. Más real que Metropolis o Gotham City, y también que la Nueva York de Spiderman. Quizá más real que el sitio donde estás sentado leyendo esto.

Brent, Kurt y Alex (y ahora, Will también) van a Astro con regularidad. Viajan todos los días a ese sitio real (cosa que yo no puedo hacer excepto leyendo su obra) y vuelven con fotos verdaderas de una tierra tan maravillosa o exótica como Isla Calavera, Oz, la Última Thule o Atlantis. Regresan con historias y anécdotas de personas normales como tú y como yo y de “los disfrazados” que son cualquier cosa salvo normales.

Y la realidad que transcriben tiene tanto sentido del espacio y es una escena tan sensual y horrenda como esa en que Heliogábalo ahoga a sus cortesanos con un tsunami de pétalos de rosa. Y está plasmada con tantos detalles como empleó René Lalique para sus inmortales joyas.

Astro existe.

Y no es poco decir.

Te aseguro que, como escritor, es muy difícil crear algo que parezca auténtico, palpable... y real. Llevo haciéndolo toda la vida, y no me resulta por eso más sencillo. Pero Kurt, Brent, Alex y Will lo logran en cada episodio. Van a la ciudad y regresan cargados de tesoros tan pequeños y perfectos como los de Lalique.

Recuerdo los días que pasé con aquel equipo en la ciudad de los disfraces hace décadas, y sueño con el pasado y me regocijo con lo que nos ofrece en el presente. Y cuando Brent debe volver a mi pasado para traernos una vista de Astro que ya no existe, me sumerge por completo en una obra creativa que, en efecto, se ubica en una meseta muy elevada.

Y por eso estoy aquí. Porque me gastaba un dólar en la cena en la Buitoni Spaghetti House cuando era joven. El mundo estaba lleno de disfraces, de maravillas y de asombro al ver un cuadro que nos hizo comprender a todos que... es real. ¡Y ostras, es palpable!

Cuando alguien te pregunte qué es el arte, pásale este libro. Creo que te tratarán como si fueras de la realeza por haber tenido el detalle.

Harlan Ellison
Madison (Wisconsin) 26 de septiembre de 1998

A lo largo de sus más de 40 años de carrera, Harlan Ellison ha escrito 74 libros, una decena o así de películas, varias decenas de guiones para televisión y más de 1.700 relatos, ensayos, artículos, columnas y comentarios por los que ha ganado más premios que cualquier otro escritor de literatura fantástica. Es el creador del cómic Dream Corridor de Dark Horse, y también un “tertuliano” habitual y polémico de programas de televisión como Politically Incorrect o The Late Late Show with Tom Snyder. Empezó a leer cómics en 1939.

Artículo publicado originalmente como introducción de Astro City: Álbum de familia. ¡Ya a la venta!