Se juzgará el reinado de Isabel II con crítica severa; en él se verá el origen y embrión de no pocos vicios de nuestra política; pero nadie niega ni desconoce la inmensa ternura de aquella alma ingenua, indolente, fácil a la piedad, al perdón, a la caridad, como incapaz de toda resolución tenaz y vigorosa, doña Isabel vivió en perpetua infancia, y el mayor de sus infortunios fue haber nacido reina y llevar en su mano la dirección moral de un pueblo, grande obligación para tan tierna mano.
Fue generosa, olvidó las injurias, hizo todo el bien que pudo en la concesión de mercedes, y beneficios materiales; se reveló por un altruismo desenfrenado, y llevaba en el fondo de su espíritu un germen de compasión impulsiva en cierto modo relacionado con la idea socialista, porque de él procedía su afán de distribuir todos los bienes de que podía disponer, y de acudir a donde quiera que una necesidad grande o pequeña la llamaba. Era una gran revolucionaria inconsciente, que hubiera repartido los tesoros del mundo, si en su mano los tuviera, buscando una equidad soñada y una justicia que aún se esconde en las vaguedades del tiempo futuro.